8 de noviembre de 2010

Pastillas para no soñar: Kill Bill Vol. 1 y 2

En un principio fue Black Mamba, pero transcurrirían unos minutos para que sea conocida como La Novia. Tras despertar a unos dedos entumecidos y lidiar una sangrienta batalla con 88 locos, la furibunda rubia de ojos azules tacha dos nombres en una lista de cinco sentenciados a muerte. Solo es el inicio de la revancha. Solo hemos visto el volumen 1.

Quentin Tarantino despliega todos los fuegos artificiales en la primera entrega de Kill Bill. En ella encontramos coreográficas peleas de artes marciales, secuencias de anime, liquido rojo en grandes cantidades, trompetas y rocanrol. El cineasta de Tennessee pone en marcha su imaginario alimentado con años de televisión, videoteca y cine club, para narrar la venganza implacable de una mujer herida por un vientre vacío y la bala que puso en su cabeza Bill, el hombre que amaba.


Para la segunda parte, las luces de bengala se han apagado ya. La danza de espadas adquiere un ritmo acompasado en un escenario que ya no es el suburbio ni la ciudad motorizada, sino el desierto pelado y la frontera ardiente. Todo toma el cariz de un western furioso y a la vez melancólico, en el que la heroína vence a la fatalidad a fuerza de rememorar su aprendizaje guerrero. Conoceremos su identidad, y ya como Beatrix Kiddo visitará ese tan temido territorio de los afectos al reencontrarse con Bill, para quien ha guardado un regalo. Especial dádiva que los espectadores también consideramos nuestra: una de las muertes más románticas de los últimos tiempos. Gracias por esa explosión del corazón, Beatrix. Gracias Tarantino.

4 de noviembre de 2010

Toy Story 3 (2010) de Lee Unkrich

Andy tiene diecisiete años y debe partir a la universidad. Por ello, su madre le ha pedido que tome una decisión acerca de sus viejos juguetes: donarlos, guardarlos en el ático, o botarlos a la basura. El destino de Woody, Buzz Lightyear y sus otros amigos de plástico o felpa se limita a caer en manos extrañas, resignarse a la oscuridad del olvido o, lo que es peor, ser desaparecidos por el camión que recoge los trastos.

Toy Story 3, el último estreno de los estudios Pixar, es nostalgia pura. El sentimiento se instala desde que accedemos a la imaginación de Andy, en la niñez, cuando comandaba un fantástico mundo en el que un sheriff -vestido a la usanza del antiguo oeste- bien podía salvar a pequeños extraterrestres desesperados a bordo de un tren a punto de descarrilarse. Una etapa en la que un próximo juego con esos compañeros multicolores era más importante que cualquier otra cosa.

En ese sentido, la cinta de Lee Unkrich trata de la resistencia de sus personajes a la pesadilla del abandono, de la desaparición, de la muerte. Esa lucha se evidencia cuando la mayoría de juguetes opta por el escape hacia un futuro incierto, por rebelarse ante lo aparentemente decidido por su dueño. Es decir, la dignidad de la independencia será su respuesta a la ingratitud de la memoria de Andy.

La búsqueda de esa segunda oportunidad los llevará a Sunnyside, guardería en la que esperan afirmar su utilidad. Aquí, sus expectativas son sobrepasadas de la peor manera. Los niños de muy corta edad son torbellinos que arrasan -literalmente- con los juguetes que encuentran a su paso: los dejan caer, los golpean contra las paredes, los desarman sin piedad. Así, la primera infancia es vista, aunque con toques sarcásticos, en su dimensión menos amable.

Este despertar del romanticismo, en la visión de los niños, no es lo único que les depara la estancia en Sunnyside. La guardería irá revelando su misterio a medida que las sombras vayan cubriendo el lugar. La oscuridad se trasladará a los rostros que en un principio se mostraron solidarios y comprensivos. Personajes como el líder paternal Lotso o el amable -y metrosexual- Ken harán entender las injustas reglas del juego a los recién llegados. Unas reglas que se sostienen en la más fría conveniencia, al modo y usanza de las peores mafias.

Un aspecto interesante en Toy Story 3 -y que es un signo habitual en los filmes de Pixar-, es la profundidad con que se mira a los personajes, incluso a los villanos de la historia, logrando un saludable alejamiento de los arquetipos primarios. Este es el caso de Lotso, el peluche con olor a fresas que incita las prácticas corruptas en la guardería. En el que es uno de los pasajes más conmovedores de la cinta, conocemos el origen de su maldad y desencanto. Un retorno al pasado que es, por si solo, un pequeño y delicado cuento en el que un hecho fortuito transforma el afecto en desilusión y rencor. Entendemos, entonces, que Lotso fue una víctima y que no quiere volver a serlo.

El sinfín de aventuras que pasan los viejos juguetes de Andy por volver a casa es delirante. La estrategia de escape contempla desde la amenaza (Barbie obliga a Ken a revelarle un dato a cambio de no arruinar su brillante ropa de colección); hasta mudar de apariencia (el señor cara de papa convertido en tortilla de maíz). No obstante y, a pesar de las adversidades, la cofradía se mantiene sólida, aun cuando se enfrentan a uno de sus mayores temores.

El final desborda emotividad. Un nudo en la garganta aparece cuando Andy toma una decisión generosa y de agradecimiento con esas figuras pequeñitas de colores brillantes que lo acompañaron en su infancia, que estuvieron siempre para él, incluso cuando prefirió un teléfono móvil e invertir su tiempo en practicar deportes para impresionar a las chicas. De esta manera, somos testigos del mejor homenaje que ese chico puede hacer a esos personajes clave en su vida. Toy Story 3 nos obliga a escarbar en la memoria entre sonrisas y, quizás, alguna que otra lágrima.

9 de septiembre de 2010

Festival de Lima 2010: Norteado de Rigoberto Pérezcano

México tuvo dos muy buenas representantes este año. Una de ellas fue Norteado, de Rigoberto Pérezcano, cinta que pasó desapercibida para el jurado oficial, pero no para la Asociación de Prensa Cinematográfica (APRECI), que le otorgó su premio a la mejor película de ficción del festival. La cinta destacó por tocar un tema tan delicado como la inmigración ilegal sin los efectismos que se pueden encontrar en muchos filmes que abordan esa problemática.

Con un registro pausado, seguimos a Andrés García (Harold Torres) en su deambular por Tijuana y en su persistencia por cruzar “al otro lado”. Un sueño que no empalidece, ni siquiera cuando logra cierta estabilidad como empleado de una bodega. Nada lo hará perder de vista esa meta custodiada por extranjeros poco amables.

Uno de los puntos fuertes del filme de Pérezcano es su alejamiento de cualquier ceremonia y/o dramatismo exacerbado. En Norteado no hay discursos sobre la patria, la pobreza o el desamparo al que se enfrentan los inmigrantes. Muestra de ello son las escenas que tienen lugar en la dependencia estadounidense, encargada de deportar a los temerarios atrapados en el intento: hay frustración, más no lágrimas. La cámara se posa en los rostros recios de aquellos que han pasado por ese trance más de una vez, y a quienes esos guardias de cabello rubio de seguro volverán a ver.

Ese alejamiento de las complacencias también se traslada a la relación de Andrés con los demás personajes, los cuales no repiten tópicos de villanos o ángeles guardianes. Simplemente están allí, y son parte de esa cotidianeidad transitoria del protagonista. Por otro lado, el romance nunca adquiere el tono simplón del regodeo cursi, o, lo que es peor, del sexo explotado sin razón, sino que es presentado de forma espontánea y creíble, dejando, también, espacio para el humor. En su sobriedad, Norteado logra conmover delicadamente. La imagen final -ese sillón providencial que se pierde entre los autos bajo un calor abrasador- es antológica.

2 de septiembre de 2010

Los primeros pasos de Bresson: Los ángeles del pecado (1943)

El inicio se parece mucho al de una película de misterio. Un grupo de monjas alrededor de una mesa planea lo que parece ser una operación prohibida a ser realizada del modo más subrepticio. Inquieta la orden de la madre superiora a sus subordinadas: Rezar para que la empresa llegue a buen puerto. La cámara nos ofrece un plano general de la sala atestada de religiosas que empiezan un cántico, para luego mostrar el rescate de una ex prisionera y su traslado a un convento.

Estamos, sin embargo, ante un rescate espiritual que involucra un aislamiento de lo terrenal. El resultado es un lugar en el que la vocación nata se mimetiza con el refugio desesperado de apuradas conversas que no encuentran salida en el mundo. Dios se confunde entonces, como signo de devoción y alternativa para sobrevivir.

El drama se hace manifiesto cuando estas motivaciones se confrontan a través de sus protagonistas: La redentora Anne-Marie (Renée Faure) y la indomable Thérèse (Jany Holt). Cada una buscará imponerse en una batalla de fe y practicidad, en la que la moral cristiana es vista con un ánimo respetuoso, pero a la vez escudriñador. Así, se encuentran secuencias en la que se muestra a la congregación como centro en el que afloran inquinas personales y comportamientos disimulados para ganar un favor superior o mantener las formas que manda el rigor del hábito.

Es interesante también, cómo Bresson filma la relación entre los personajes principales, a los que cubre de un halo por demás extraño. Hay mucho de obsesión y locura en estas mujeres, en cuyas acciones podría encontrarse un costado romántico, sobre todo de parte de la devota Anne-Marie quien queda prendada de los arrebatos de Thèrése en una visita a la prisión. La mirada que le brinda es la de una persona seducida por la rebeldía y por qué no, por el dolor. Su contraparte actúa como inductora a la corrupción, ante el abrumador discurso de pureza de la religiosa. Con esos senderos opuestos, la mecánica que se desarrolla es la de un amor no correspondido y que, por ende, se encuentra destinado al fracaso.

Los Ángeles del Pecado, cuenta con varios elementos de los que Bresson se desprendería en su posterior búsqueda estilística, por lo que al igual que Las Damas del Bosque de Bolonia, no era especialmente apreciada por él. No obstante, es una cinta que desde su tratamiento ya permitía vislumbrar su mirada crítica y humanamente conmovedora.

31 de agosto de 2010

Festival de Lima 2010: Carancho de Pablo Trapero

La ausencia de Carancho fue quizás la más notoria en la lista de premiadas en la competencia de ficción del último Festival de Lima. En esta cinta, Pablo Trapero hace gala, una vez más, de su destreza para introducirnos -sin clichés- en ese Buenos Aires exento de glamour. Sosa (Ricardo Darín) es un habitante del infierno porteño, un abogado sin licencia que persigue y propicia accidentes de tránsito para hacerse con una tajada de seguro automovilístico. En una noche habitual de “laburo”, el amor se cuela entre el olor a muerte y a calle sucia, cuando conoce a Luján (Martina Gusmán), una médica de ambulancia. Es así que esta película -que solo aparentaba ser un drama de tintes criminales- se convierte en una historia romántica.

Este romance entre dos perdedores, entre dos animales heridos; es una especie de amour fou. Y ese sentimiento es, precisamente, la condena de ambos. El particular equilibrio que llevaban en solitario -él, inserto en la corrupción de su oficio, y ella, sosteniéndose a punta de pinchazos- se termina con la aparición del otro, haciendo que la salvación se encuentre muy lejos de alcanzar. La decisión moral adoptada por Sosa -y alentada por Luján-, tras el fallido atropello “provocado” de un amigo, solo puede esperar una respuesta violenta de los capos de una jauría que buscará devorarlos para restaurar la abyecta normalidad. El director erige a sus protagonistas como héroes, como mártires dispuestos a resistir golpizas, presas de un mundo brutal. En ese sentido, la cruda violencia de Carancho es consistente durante todo el metraje. Los rostros sanguinolentos y huesos fracturados encuentran plena justificación.

La sexta película de Trapero es intensa y funciona muy bien en la sordidez que muestra. El único punto que chirría es el desenlace, en el que no convence la opción de la “paradoja” de un último accidente -más propia del thriller puro, que de una trama que tenía más visos de romance o drama heredero del noir. No obstante, la energía y el pulso desplegados en Carancho hacen imposible que no se la cuente entre lo mejor del festival, pese a ese final que no llega a convencer.

20 de julio de 2010

El rayo verde (1986) de Eric Rohmer

Sin un guión definido, y apelando a ese realismo intimista que tanto le interesaba captar, Eric Rohmer filma en 1986, El rayo verde, quinta película de la serie Comedias y Proverbios. La protagonista Delphine (Marie Riviére), es una secretaria cuyos planes de vacaciones con su amiga se han ido por la borda. Sola y sin nada que hacer, tratará de ocupar ese tiempo saliendo de la ciudad por unos días.

Si se tuviera que elegir a los personajes más emotivos y cercanos del universo del hermano mayor de la nouvelle vague, sin duda Delphine estaría entre ellos, y ocuparía un lugar privilegiado. Su soledad, su búsqueda incesante de ese 'algo' que le permita asirse al mundo; el querer hallar una cuota de profundidad en lo cotidiano, logra conmovernos por lo incierto de su empresa. La protagonista nos conmueve también porque, en esa fragilidad que es todo su ser, está un poquito de nuestra esperanza: la de acabar con tantos paramétros, con roles absurdos, con expectativas que cumplir para ser aceptados.

Rohmer consigue ese efecto en el espectador, registrando a Delphine del modo más sincero posible, sin adornos ni frases impostadas. El director no es compasivo ni indulgente con ella; pero si la acompaña, como un amigo, en el aburrimiento, en el ánimo quebradizo, en los silencios incómodos. Está ahí para sostenerla cuando los demás murmuran y le gastan bromas para señalarla como al bicho raro, como la chica melancólica que desentona con sus risas y modo fácil de ver la vida.

De este modo, Delphine continúa con un viaje que le sirve para explorar su soledad, aunque dicha travesía amenace con ser la más desoladora de su vida. Sin embargo, como toda heroína, resiste los embates cotidianos, aferrándose a pequeños señuelos que le permiten incorporarse y continuar con su búsqueda: un par de cartas de azar, una conversación sobre Julio Verne, y la excepcionalidad del rayo verde -ese fenómeno luminoso raro y esquivo.

Es esa terquedad, propia de los personajes de Rohmer, la que va a definir el desenlace de esos días marcados por el aislamiento y la incomprensión. A Delphine le bastará una estación de tren, echar mano de la intuición, y la visita a una playa no recorrida, para poder hallar por fin esa luz que, a pesar de su fugacidad, será su ancla a la vida y un signo de reconciliación con ella misma.

18 de marzo de 2010

Alicia en el país de las maravillas (2010) de Tim Burton

Después de Sweeney Todd, Tim Burton se avocó a realizar su versión de la obra mayor de Lewis Carroll. Trasladar el complejo universo y el espíritu de la novela representaba una valla muy alta. Hoy, con la película en las salas, se puede decir que el cineasta estadounidense no logró superarla.

La adaptación que hace Burton, nos presenta a la protagonista con (Mia Wasikowska) con 19 años de edad y a punto de responder la propuesta de matrimonio de un joven con dinero, maniático del cumplimiento de las reglas y carente de carisma; es decir, todo lo contrario a ella que se muestra insumisa, soñadora y llena de simpatía. Es en este momento difícil, que aparece un conejo señalándole un reloj y Alicia decide seguirlo, cayendo en una madriguera que la llevará al país de las maravillas.

Esas primeras secuencias, son lo mejor del último trabajo de Burton, ya que retoma las atmósferas agobiantes en las que sus personajes / álter egos no hallan lugar e intentan rebelarse contra la sociedad y sus absurdas imposiciones. Lástima que esas escenas solo ocupen escasos minutos para luego dar paso a explosiones de artificio sin ninguna hondura.

Dicho problema se hace patente desde que Alicia atraviesa la madriguera - portal y comienza a vivir sus aventuras. Es entonces que el temor que rondaba a algunos escépticos sobre el desempeño del realizador de Big Fish en esta cinta, se confirma: Burton ha sacrificado contar un viaje de descubrimiento, autoafirmación y crecimiento personal para privilegiar el arte visual y alimentar su propia imaginería. El mundo de maravillas aparece como un lugar poblado de personajes que, lejos de la oscuridad que poseían en otros filmes del director, se limitan a ser - en su mayoría - peluches animados que se decantan entre el bien o el mal, exentos de cualquier matiz.

Son estos aspectos los que anulan otros temas subyacentes en la historia, por ejemplo, el de la locura como libertad, que es simplemente esbozado por el personaje del Sombrerero loco - interpretado por un Johnny Depp un tanto sobreactuado -. Asimismo, la lucha de poder entre la Reina roja (Helena Bonham Carter) y la Reina blanca (Anne Hathaway) queda circunscrita a lo caricaturesco de sus caracteres.

Todo ello nos hace pensar que Tim Burton se ha dejado ganar esta vez por la maquinaria Disney - y el rentable merchandising que eso significa -, lo cual resulta decepcionante. Sobre todo porque se trata de un director con una filmografía a la que se puede calificar de sólida y consecuente (El joven manos de tijera, Ed Wood, etc). Por el momento, lo más recomendable es volver a esas películas entrañables y olvidarse de esta Alicia... que trajo mucho ruido y pocas nueces.

10 de marzo de 2010

La caja (2009) de Richard Kelly

Nos ubicamos en plena década de los setenta. Norma y Arthur Lewis, un matrimonio de jóvenes profesionales, empieza a experimentar trabas financieras en su vida cotidiana: ella necesita una operación, él no consigue un ascenso laboral. Por si fuera poco, se cancela un beneficio que les permitía pagar una pensión menor en la escuela de su hijo. Una tarde, un hombre con una profunda lesión en el rostro, les ofrece un salvavidas monetario con solo presionar el botón de una caja. Si se animan a hacerlo, ganarán un millón de dólares; no obstante su acción provocará la muerte de alguien ajeno a su entorno.

Este conflicto ético es el punto de partida de La caja, última película de Richard Kelly. El director nos vuelva a situar en el pasado y los suburbios de clase media - como ya lo hiciera con Donnie Darko (2001) -, para echar por los suelos el ideal de vida estadounidense, además de hacer una reflexión sobre el tan humano egoísmo. Para ello se vale de los recursos que le brindan la ciencia ficción y el thriller que, sumados al drama íntimo de los protagonistas, dan como resultado una cinta inquietante.

La historia no es nueva. Kelly ha adaptado un relato de Richard Matheson - también autor de Soy leyenda - que en los ochenta ya había sido recogido en el capítulo de una popular serie de misterio. La diferencia es que se desarrolla el origen del extraño visitante y la búsqueda de redención de los protagonistas, lo que permite que la lectura del filme se pueda realizar en diferentes niveles, ocupándose de sus numerosos detalles. En tal sentido, bien se le puede entender como una fábula moral de carácter aleccionador, al mejor estilo de las películas de ciencia ficción de la década del cincuenta como El día que la tierra se detuvo (1951) de Robert Wise. Y ya que se menciona este aspecto, es más que interesante el modo en que el director ha captado el espíritu y talante de aquellas cintas que surgieron en el contexto de la guerra fría y el macartismo, las cuales reflejaban la paranoia de una sociedad limitada en su voluntad. Por ejemplo, existen secuencias que con toda su opresión y misterio remiten a pasajes de La invasión de los usurpadores de cuerpos (1956) de Don Siegel.

El mito del pecado original; la mujer como símbolo de fertilidad - y que, por tanto, dará vida a las futuras generaciones -; son otras ideas que se deslizan de La caja, un título que hay que ver con atención más de una vez. Sin duda se trata de uno de los mejores estrenos del año.

8 de enero de 2010

Dinamitar el discreto encanto de la burguesía: Isabelle Huppert y Claude Chabrol

Si se tuviera que definir de forma concisa, y por demás exacta, la relación entre Isabelle Huppert y Claude Chabrol, indefectiblemente se recurriría a la palabra "complicidad". Inclusive considerando aquella acepción que se relaciona a los delitos perpretados por dos o más. Felices delitos, por supuesto. Delitos faltos de sangre, pero repletos de crítica feroz. Y quiénes los acusarían, se preguntarán con toda razón. Pues, la burguesía sería la primera en señalar a este corrosivo par, ya que en casi tres décadas los proyectiles disfrazados de filmes realizados por el tándem, estuvieron dirigidos a ese sector y su muy, muy discreto encanto. Encanto que Chabrol de la mano de Huppert, hizo palpable, vulnerable. La burbuja burguesa representada a unos centímetros del suelo, a punto de evanescer en el inevitable contacto con la realidad, con el mundo.

Isabelle calzó perfectamente como aliada en este propósito y el buen Claude siempre lo supo. El realizador intuyó acertadamente que esa mujer menuda de belleza sutil, era el camaleón capaz de mutar, de infiltrarse y sobre todo de incomodar desde el écran. Por ello, a partir de 1978, Huppert se convirtió en su asesina rencorosa, su soñadora inconforme, su madame adinerada, su justiciera sin recompensas, su estafadora refinada. Personajes como instrumentos para hurgar en la vanidad ridícula de una clase próspera y de supuesta avanzada. Figurines que en conjunto fueron un vehículo para mostrar también, la crueldad de una sociedad que castiga e inclina el pulgar en señal de suerte echada.En la piel de la actriz francesa, todas esas "hijas" de Chabrol lucieron como enigmas de soluciones rebuscadas. Huppert se encargó de que reservaran para sí sus más oscuros pensamientos al igual que aquellos que expusieran su fragilidad sin la menor elegancia y pertinencia. Las dotó de un halo de atractiva ambigüedad, con actitudes siempre al borde de la sospecha como de la inocencia. La tarea de los espectadores se resumía en jugar intuitivamente a adivinar lo que se ocultaba en sus gestos mínimos, en su lenguaje corporal, muchas veces mecánico.

En ese sentido, las criaturas del director salido de las canteras de Cahiers du Cinéma, permitieron que Isabelle mostrara lo mejor de esa interpretación contenida y respiración modulada. Si bien el cine nos regaló a grandes divas glamurosamente intensas y emocionales hasta la médula, Huppert dio cuenta de su naturaleza serena al interiorizar dramas y alegrías que carcomían las entrañas por igual. Con ella, comprendimos los extremos en pantalla: O se es explosiva como Bette Davis, o te habitúas a la implosión, al mejor estilo de Isabelle Huppert.
El aburrimiento y la insatisfacción fueron las banderas de estos personajes chabrolianos. Solo hay que ver cómo pasa sus horas la joven criminal de Violette Nozière (1978), detestando la mediocridad de sus padres, cazando clientes con su talante abúlico y ese abrigo negro que envuelve su mercancía. O la Marie de Un asunto de mujeres (1988), quien se convierte en partera abortista tras sentirse indispensable, casi una salvación para aquellas mujeres que con sus monedas comienzan a darle sentido a su vida postergada. O bien, la emblemática heroína literaria en Madame Bovary (1991) dueña de un sueño de parajes lejanos y amores extraordinarios que solo acentuaba su odio por la simpleza de su viejo esposo y la existencia de una provincia que parecía reducirse cada vez más en su nimiedad.

La perversidad también tuvo lugar entre estos caracteres. Para comprobarlo, están la desequilibrada Jeanne de
La Ceremonia (1995) o la críptica Mika Muller de Gracias por el chocolate (2000). Claro, ambas desde polos totalmente opuestos. La primera, una empleada del servicio postal, que se impone como fatal reivindicadora de su estrato en una encarnizada - si bien quieta hasta los últimos minutos -, lucha con la clase patronal. Mientras la otra aparece como representante de ese sector y - cosa curiosa -, dotada de una maldad que es cuestión de esencia, planteada sin justificación o concesión alguna. Un impulso de hacer daño que se manifiesta de forma irrefrenable en una mujer que calcula paso a paso sus crímenes, del mismo modo que calcula sus ganancias en la fábrica que dirige. Nuevamente, el encanto burgués trasladado a la pantalla.Son siete las películas que Claude Chabrol ha rodado con Isabelle Huppert -siendo la última de ellas Borrachera de Poder (2006)-. Ocasiones en que hicieron evidente su condición de cómplices en el desenmascaramiento ácido y sin paliativos de la sociedad francesa. Encuentros de dos experimentados que hicieron de las suyas con armas sutiles, pero tan efectivas como la mordacidad. Filmes que cuestionan, que retan sin miramientos. En definitiva, un cine que nos atrapa gustosos y al que no nos cansaremos de volver.

5 de enero de 2010

Un vistazo al cine nacional tras "La Teta Asustada"

El siguiente texto es una versión ampliada del artículo Y después de "La teta asustada", ¿qué?, aparecido en el Nº 176 de la Revista Quehacer.

El 2009 empezó, sin duda, con una buena noticia para la cinematografía nacional. Por primera vez, una película peruana se hacía acreedora del máximo galardón de uno de los tres festivales de cine más importantes del mundo, el Festival de Cine de Berlín. Los medios de comunicación que, en su mayoría, brindan tan poca atención a eventos culturales de esta magnitud, otorgaron primeras planas y titulares al triunfo de La Teta Asustada. Durante dos meses, el Oso de Oro fue más popular que el manoseado Oscar.

La película de Claudia Llosa cuenta con cualidades innegables, sobre las que se ha escrito bastante, por lo que no es finalidad de este artículo abundar en ellas. Lo que se quiere es echar un vistazo a lo que sucedió después, qué fue lo que siguió a ese período de ‘romance’ con el cine peruano, a partir de cuatro títulos que comparten más de un denominador.

Personajes endebles y otros demonios

¿Qué tienen en común un hombre provinciano que gana la lotería, un joven conflictivo que desea evadir sus problemas, una familia de clase media que vive el terrorismo de los noventa, y un grupo de personas que sobrellevan el duelo de haber perdido a algún ser querido? Pues que son los protagonistas las películas nacionales que se estrenaron después del suceso de La Teta Asustada. Estas cintas comparten, además, otra característica: una lamentable falta de calidad, a pesar de ciertos esfuerzos técnicos. Veamos por qué.

Uno de los problemas que aquejan abiertamente a estos filmes es su “indefinición”. Existe un empeño vano, entre muchos de los directores nacionales, por conciliar un cine personal o “de autor”, con aquel que se realiza para llenar las salas. Por este motivo, el resultado final no es del gusto del público ni de la crítica y, por defecto, el saldo no es positivo en la taquilla, así como no lo es en los circuitos de festivales internacionales. Para no ocupar demasiado espacio, solo mencionaré como ejemplo a la más emblemática de ellas en este aspecto: Máncora.

La cinta de Ricardo de Montreuil -peruano radicado en el exterior-, tiene, desde el arranque, unos claros aires de trascendencia. Observamos al protagonista que, tras ser golpeado por unos tipos mal encarados, es arrojado al mar en estado inconsciente. Mientras cae hacia la profundidad del agua celeste y brillante, repleta de pequeños peces, escuchamos una voz en off que gravemente y, con pausas moduladas, recita por completo “Los Heraldos Negros”. Inmediatamente después, se nos sitúa en una madrugada de discoteca en la que vemos al protagonista bailando y teniendo sexo apurado con su pareja en uno de los baños, a la vez que somos testigos del mensaje de despedida del padre del joven, momentos antes de su suicidio. La pantalla se funde a negro y “Una larga noche” en voz de Chabuca Granda -nada menos- acompaña los créditos de la película. Qué mejor muestra de ambiciones contradictorias que esas secuencias iniciales. La pelea, la juerga y el sexo, para que el gran público se pueda sentir “enganchado” -así, entre comillas-, y versos de Vallejo, la canción de Chabuca y una fotografía preciosista de la naturaleza para complacer a los que buscan un filme de arte. Toda una mezcla llena de tópicos repetidos y equívocos, que solo chirría.

Se trata, entonces, de que los cineastas fijen sus objetivos desde la concepción de sus cintas. No se trata de hacer una película para complacer a ambos sectores -algo que, incluso, no muchos maestros de la historia del cine han logrado-, sino de ser honestos. Si lo que se busca es ocupar muchas butacas, una cinta dirigida correctamente, con una historia sólida, siempre puede atrapar al gran público, al que tampoco hay que subestimar con los mismos clichés y fórmulas facilistas. Encaminarse por dar una mirada personal el cine de géneros también sería una tarea pendiente, aunque ya algunos directores han comenzado a explorar la veta del terror que, con el tiempo, podría llegar a madurar.

La falta de guiones y personajes que puedan sostenerse con soltura, sin tropiezos, es también otra de las carencias que afectan a estas cintas. Para no volver a Máncora, citaré el caso de las tres restantes. Tanto en El Premio, como en Tarata y Cu4tro, los protagonistas no cuentan con mayores matices y eso hace sus situaciones poco creíbles, por más que en algunos casos se enmarquen en una realidad conocida por todos. En el filme de Alberto Durant, el ganador de lotería es siempre el mismo provinciano ingenuo que se deja llevar por las circunstancias. Este personaje le comunica, a su hijo -con el que mantiene una relación distante desde la muerte de la madre- que ha ganado la lotería con la misma pasividad con que le comenta, luego, que ha sufrido un intento de robo de ese dinero en el que -se supone- ha depositado toda la esperanza de recuperar su afecto. Su posición es tan arquetípica que termina como una tonta víctima de la paradoja, tras pisar la “sucia” ciudad y conocer a algunos de sus más viles habitantes.

En Tarata, Fabrizio Aguilar nos sitúa en la época del azote terrorista, recrudecido en la capital. Aquí, la familia protagónica es un conjunto de personalidades invariables durante todo el metraje. Es más, ni siquiera tienen un mayor punto de inflexión a raíz del atentado que da nombre a la película. La madre es una mujer histérica que solo tiene reproches para sus hijos y su marido, todo el tiempo. Los hermanos viven en sus respectivas burbujas, una de paranoia (el pequeño) y otra de introspección y rebeldía (la adolescente). Pero el que se lleva la peor parte y resulta menos convincente de todos es el padre, quien además de su personalidad pusilánime, tiene la obsesión de descifrar las pintas que los subversivos dejan en la universidad estatal en la que labora, por lo que no tiene mejor idea que apuntarlo todo en una libreta que carga permanentemente, inclusive durante los toques de queda. Es tan fácil deducir qué pasará con este personaje, que parece que hubiera sido concebido teniendo como premisa una injusta detención.

El episodio 2 de Cu4tro, dirigido por Bruno Ascenzo, es el mejor referente del filme para ilustrar, en mayor medida, los problemas de guión -y por ende de diálogos- que existe. La protagonista, jovencita que ha tentado el suicidio dada la ausencia materna, explica al amigo de su padre -que se acaba de separar de su esposa- que el cortarse las venas es doloroso, pero que “cuando la sangrecita se mezcla con el agua, se ve rico”. A esto le sigue un consuelo que acaba en un encuentro sexual en el piso del baño.

¿Qué sucede entonces? Hace algún tiempo, en una entrevista realizada a un joven director peruano, este comentaba que, si bien veía 2 o 3 cintas por semana, le daba pereza acercarse a aquellas que pertenecían a cineastas que debía conocer. En otro momento de la charla, señaló que había comprado toda la filmografía de un realizador asiático, solo para no quedar mal en las usuales conversaciones. A eso, agregó que, para él, hacer cine no involucraba necesariamente ver más películas, sino apenas la experiencia del día a día. Estas afirmaciones hacen pensar que, quizás, lo que hace falta es más calistenia en el oficio, el mismo que no solo se adquiere al coger una cámara, sino también con el apetito cinéfilo. Es difícil imaginar a los grandes directores desentendidos y sin mayor curiosidad por el cine, como tampoco puede uno imaginar a los más importantes novelistas y poetas desinteresados por la literatura y su evolución. Esta figura se repite en todas las artes y, si se desea alcanzar un nivel cinematográfico aceptable, lo mínimo que puede hacer un cineasta es entrenar la mirada.

Otro aspecto que sorprende cuando se observan este tipo de películas, es que ninguna está filmada por un primerizo, lo que podría disculpar las deficiencias. Todos estos realizadores tienen experiencia en la dirección de cortos y largometrajes que, en algunos casos, fueron premiados en años anteriores por el Consejo Nacional de Cinematografía - CONACINE.

Así, a excepción de Máncora, los filmes mencionados han recibido algún tipo de financiación por parte de esta institución dependiente del Ministerio de Educación. Si estas películas no tuvieran los defectos que acabo de señalar, no cabría ningún cuestionamiento a las decisiones que apoyaron estos proyectos. Más bien, se aplaudiría la labor, como en el caso de La Teta Asustada, que fue favorecida en algunos de sus concursos. No obstante, al no ser así, es válido preguntarse acerca de los criterios de selección que rigen en la entrega de ayudas, que, a fin de cuentas, consiste en dinero proveniente de las arcas del Estado.

Finalmente, sobra aclarar que el presente artículo no busca condenar a las películas solo por ser peruanas. Aquí no tiene nada que ver la nacionalidad, o la existencia de un ánimo en contra de la producción de nuestro país per se. La labor del crítico es apreciar y medir, con la misma vara, cualquier filme, venga de donde venga, sin paternalismos, ni concesiones; en eso consiste su aporte y no debería tomarse como una afrenta o falta de consideración hacia el trabajo de los directores y su equipo. Por el contrario, el apañar, con tibiezas, a una película nacional, sí involucra subestimación y desconfianza en el futuro desempeño del realizador. No se trata de observar al cineasta con un gesto de superioridad disimulado con palmaditas al hombro, sino con una apreciación crítica que, desafortunadamente, no puede ser siempre amable.