27 de enero de 2012

Damas en guerra (Bridesmaids, 2011) de Paul Feig

Ya era hora que la llamada “Nueva Comedia Americana” abordara las complicadas relaciones femeninas. Estas requerían, hace buen tiempo, que se las apartara de los códigos explotados por Hollywood, industria siempre propensa a enmarcar tales vínculos alrededor de la eterna búsqueda romántica -en la que casarse es la meta-, la amistad idealizada, o el glamour a fuerza de stilettos. Precisamente, la ruptura de dichos moldes, es lo que ha logrado la factoría Apatow, con su equipo liderado, esta vez, por Paul Feig en la dirección. Y el resultado es tan refrescante que no podemos menos que celebrarlo.

Por supuesto, este subgénero ya nos había mostrado a personajes femeninos que no encajaban necesariamente en la medida de “lo perfecto”; pero es en Damas en guerra que ingresamos, por completo, a un mundo de mujeres que optan por dejar a un lado la máscara de la delicadeza para descubrirse con una honestidad brutal, con un desenfado que las hace transitar entre lo risible y lo entrañable.

La cinta gira alrededor de los preparativos de la despedida de soltera y celebración del matrimonio de Lillian (Maya Rudolph), mejor amiga de Annie Walker (Kristen Wiig) -soltera de más de treinta y sin novio a la vista-, que acepta ser su dama de honor. La sola mención implica convertirse en la principal organizadora de los festejos, junto a otras tres mujeres que también formarán parte del séquito de la novia cuando esta camine hacia el altar.

El encargo aparenta ser inofensivo; sin embargo, se convierte en una bomba de tiempo para Annie, que apenas puede con su vida: odia su empleo mal pagado, en el que le exigen ser amable para incrementar las ventas; soporta como compañero ocasional a un hombre detestable, al que le disgusta que ella permanezca en su cama hasta la mañana siguiente; comparte departamento con un par de hermanos de bizarras costumbres; y, por si fuera poco, tiene que escuchar las historias truculentas de su madre -orientadora de Alcohólicos Anónimos-, quien le insiste que vuelva a casa, porque nota que su hija “ha tocado fondo”. Tremendo cóctel depresivo, al que tendrá que sumar el lidiar con las otras “damas” del cortejo nupcial. Sobre todo con Helen Harris (Rose Byrne), encarnación de belleza, corrección y éxito, que se torna en el recordatorio constante de que su existencia se está yendo al traste.

Es en el encuentro de estos personajes tan disímiles -y por ello, repelentes entre sí- que, con un ingenio muy afilado, se empieza a desmontar -o, sería mejor decir, a hacer trizas-, la inflada idea del compañerismo basado en la mera solidaridad de género. Es allí donde se puede apreciar la brillantez del guión elaborado por Annie Mumolo y la misma Kristen Wiig (conocida comediante del ácido show televisivo Saturday Night Live), quienes no vacilaron en plasmar la rivalidad entre estas mujeres como una competencia sucia para opacar a la otra, en la que el desprecio se camufla con medias sonrisas y gestos de hipócrita complicidad.

Otro tópico que se trastoca es el de la cuadriculada “femineidad”. Algunas de estas simpáticas damas (los personajes de Megan y Rita, interpretados por Melissa McCarthy y Wendi McLendon-Covey, respectivamente) pueden tomar la iniciativa -y, de manera muy directa- si se sienten atraídas por alguien; o mostrar su desencanto frente al matrimonio y la maternidad, sin ningún empacho. Por su parte, el humor grueso y escatológico también colabora con ese fin. Allí está esa secuencia crucial en la que una prueba de vestidos se convierte en un desastre que acaba con cualquier rezago rosa o de despistada delicadeza.

De acuerdo a lo aludido por el título en español -que, milagrosamente, no resulta tan desacertado en esta ocasión-, en el filme se desata una “guerra”. Un conflicto que, como mencionamos líneas arriba, parte de la natural antipatía entre Annie y Helen; pero que se asienta, sobre todo, en la disputa por el afecto de Lillian, la protagonista de la boda. Es en ese aspecto que la nostalgia también pone lo suyo: Annie es consciente de que ese matrimonio cambiará todo en su relación con la que fue su mejor amiga; que ya no podrá contar con ella para que la escuche cuando su vida -siempre de tumbo en tumbo- vaya bien o quizás peor; que ya no estará allí para huir del fiero entrenador deportivo que las detesta por no pagarle; o, simplemente, para cantar una melosa canción de las Wilson Phillips, otrora himno de su adolescencia. Dentro de ese empaque de risas y situaciones desbordadas, Damas en guerra es también la película de una despedida que se acepta con no poca tristeza.