19 de diciembre de 2011

Cada viernes sangre (2011) de Fernando Montenegro

A quienes ya habíamos tenido la oportunidad de ver las películas de Fernando Montenegro, nos quedaba claro que su apuesta era el escape de los convencionalismos, el desprecio por los arquetipos que no dejaban espacio para los matices. Es por eso que no nos sorprende que Cada viernes sangre se adscriba a la tradición del cine criminal, pero sin dejar de lado la búsqueda de sus propios caminos a nivel argumental y estético.

Esta opción por la diferencia se plantea desde la misma construcción de los personajes, delineados por una marginalidad que poco o nada se vincula con lo social. No se trata de seres excluidos por falta de oportunidades, sino por elección propia. Son ellos quienes han decidido tomar la ruta de lo impulsivo, de la incorrección. Son ellos los que le han dicho “No” a Lima y su mediocre “normalidad”.

En el caso del personaje principal -encarnado por Claudia Burga-, esa elección es, también, producto de una autoconsciencia de su naturaleza, del reconocimiento de ser esa pieza que no encaja en los moldes por disfrutar, libremente, de placeres poco comunes. Uno de los monólogos nos permite conocer el momento de su infancia que gatilló su costado perverso, ese del que solo puede divagar para sus adentros, en su soledad cada vez más rabiosa.

Con estos elementos, el director ofrece una relectura del género, sin temer a la carga que implica visitar un terreno que parecía haber agotado sus posibilidades de innovación. En ese sentido, los protagonistas -pareja que prepara un robo en una empresa-, no se encuentran envueltos en un amour fou que los condenaría al vacío en razón de su pasión, al estilo del cine negro más clásico. Lo de ellos es un juego de poder en el que uno marca las pautas en las dosis de sexo y violencia, pero sin que alguno se convierta en victimario o en femme fatale en el sentido estricto.

Esa ausencia de corsés, en el tratamiento de su historia, también se traduce en el lenguaje visual. Al respecto, la exploración de Montenegro se muestra cada vez más audaz en esa saludable curiosidad que lo llama a no conformarse con los límites que impondrían los pocos recursos financieros de que dispone. El uso de lentes de antiguas cámaras fotográficas, adheridas a su equipo digital, brinda, a las imágenes, una textura que, por momentos, envuelve a los personajes en una nebulosa que acentúa el carácter incierto de su empresa y su propio futuro. Los encuadres caprichosos también siguen esa ruta, y se complementan con las referencias al mejor cine de De Palma y Godard, por mencionar a algunos cineastas modernos.

No exageramos al decir que esta cinta inyecta esa frescura e inventiva que estábamos esperando en el cine nacional que, en ciertas ocasiones, y a pesar de contar con un presupuesto mucho más holgado, se pretendió joven sin mayores aciertos.