29 de abril de 2009

El desencanto de Pere Portabella: Pont de Varsovia (1989)

Lugares vacíos, edificaciones enormes y majestuosas, son las que aparecen en las primeras imágenes de “Pont de Varsovia”. Espacios que parecen no querer llenarse, que prefieren la ausencia del hombre, abren paso a la vista de inmensos bosques chamuscados, inundados. De pronto, la cámara repara en un cuerpo inerte de ojos abiertos y horrorizados, que luego veremos tendido miserablemente en la frialdad de la morgue. La humanidad y su capacidad de ser nada, encuentran refugio temporal en esa mesa de metal, mientras es auscultada como parte de la rutina forense.

Personas desenvueltas en medio de la vacuidad de su entorno. O lo que se podría representar también como muchas voces que replican a las paredes. Todos solos. Todos condenados a una existencia frívola, intrascendente, de la que no se salvan ni siquiera los que se hacen llamar intelectuales, con esas conversaciones sobre arte apreciado bajo las influencias y la moda. La deconstrucción de una clase en la que supuestamente se apoya la brillantez y a la que muchos quieren pertenecer, en una suerte de exaltación propia. Ahí está por ejemplo, un alcalde con gesto de superioridad que llega a la entrega del premio a una novela, con un texto aprendido para las cámaras.

No obstante, de esa reunión de egos y poses, se pueden rescatar chispazos lúcidos. Alguien dice: “Ya no hay grandes compositores, porque ya no existe el silencio”. Portabella remarca la frase, introduciendo la belleza de la música transfigurada en espacios inimaginables. Un mercado, puede ser entonces, el lugar para disfrutar de un hermoso pasaje wagneriano de “Tristan e Isolda”. Por supuesto, inmediatamente el desencanto se apodera de nosotros, cuando nos damos cuenta que solo se trata del efecto ilusorio de un programa de televisión.

“Pont de Varsovia” no es una historia, sino varias que se superponen constantemente. En ese sentido, si bien tiene tres protagonistas de un triángulo amoroso como parte de un relato que podríamos llamar “principal”, la narración también nos trae secuencias que parecieran no tener conexión, pero que si aguzamos los sentidos, podemos entender que todas tratan de lo mismo: la decadencia del hombre y el arte (o lo que se conoce como).

El cuento (o los cuentos) terminan y sabremos al fin, el enigma del cadáver que tanta lástima nos produjo en las primeras escenas. Descubriremos el absurdo y la poética de la anécdota del buceador que murió en medio de árboles y fuego, para quedar impactados por el discurso y las imágenes que se quedan en la memoria, con todo su poder y radicalidad.

3 de abril de 2009

Juego de sangre y cartón: "Vampir - Cuadecuc" de Pere Portabella

Vampirizar, verbo que tiene su origen en la leyenda común a todas las culturas. Extraer de un costado sensual, la sangre que es vida. Escoger lo mejor y quedárselo, hacerlo suyo, reinventarlo. El rodaje de "Drácula" del prolífico Jesús Franco, no se libró de la bendición del conde. Pere Portabella en su tercera cinta "Vampir - Cuadecuc" (1970), transforma el detrás de cámaras de la película de Franco, en su propia versión de la historia en 70 minutos.

"El poder de las imágenes", qué frase tan usada. Sin embargo, aquí es imposible eludirla. La utilización del blanco y negro, nos recuerda por instantes a ese expresionismo del cine silente, tiempos de pactos satánicos y sonámbulos asesinos en pantalla. En otros momentos, la saturación y el predominio del color claro, deja solo ciertos visos de acción, de movimiento, que son magistrales en la sorpresa, en el desvarío que contagia.

El horror visto de su simplicidad, más que atemorizar, fascina. Recorremos de la mano de Portabella, los escondrijos que separan la realidad alterna de cartón, cables y luces, de la narración que se desarrolla en el plató. La elaboración de la sangre - que aquí es negra - y su expulsión a borbotones desde una jeringa, lejos de desilusionar, hace que nos acerquemos a ese mundo de mentiras que tanto atrae por reflejar temores, por juguetear con la muerte.

La casi permanencia del silencio, contribuye al clima fantasmal que inunda el set y los paisajes de filmación nebulosos y distantes. Aunque cuando esa continuidad se disipa y el sonido se hace presente, lo hace de forma rabiosa y lúdica, utilizando ruidos y melodías que en un inicio solo parecen creaciones caprichosas del compositor Carles Santos, pero que encuentran un perfecto soporte visual, en las imágenes de las hermosas víctimas de un Drácula elegante y sediento, con el rostro un tanto alienado de Christopher Lee.

Con "Vampir - Cuadecuc", Pere Portabella permite que nos acerquemos al mito de la construcción del terror, desde su gestación como una pequeña mentira que fabrica pesadillas. Al final queda en nosotros, el placer de la representación que se cuela por la pantalla, como si se tratara de un viaje por las palabras lastimeras del atormentado y no tan monstruoso conde.