1 de septiembre de 2011

Hombres errantes (The lusty men, 1952) de Nicholas Ray

El mundo del rodeo es examinado por el lente de Nicholas Ray a partir de la historia de Jeff MacCloud (Robert Mitchum), experto jinete retirado que se convierte en el mentor de Wes Merritt (Arthur Kennedy), joven que desea ser diestro en el oficio para cristalizar el sueño de comprarse una granja donde vivir junto a su esposa Louise (Susan Hayward).

Los primeros minutos de Hombres errantes están plenos de nostalgia. Jeff McCloud visita la antigua granja de sus padres y extrae, de un escondite, sus tesoros de niño -un reencuentro con su infancia, esa etapa en que el amparo de sus padres lo protegía de cualquier mal. En tal sentido, cuando se presenta en ese instante el novato Wes y le propone que lo entrene como jinete de rodeo, el marco de añoranza resulta ideal para asumir esa “paternidad” frente a un joven que le recuerda el ímpetu de sus mejores años.

Sin embargo, como en todas las películas de Ray, el protagonista esta lejos de ser idealizado. Así, y a medida que avanza la historia, nos percatamos, a través de sutiles señales, que Jeff esconde un motivo más poderoso: su atracción por Louise, mujer con la que pretende dejar esa existencia sin anclas afectivas, ni estabilidad de ningún tipo, en pos de una comunión familiar de la que solo posee un vago recuerdo.

La visión desencantada también se amplía al rodeo, esa manifestación de la que los estadounidenses se precian por constituirse en una celebración de la vida, del poderío del hombre sobre lo salvaje. Ray desvela que ello es solo una apariencia, pues ninguno de los jinetes es capaz de controlar su propia naturaleza desbordada. De esta manera, somos testigos del desarraigo, de la ebriedad de gloria efímera de estos personajes -refugiados en el alcohol, y en mujeres que los buscan solo por su dinero.

El final de Hombres errantes es, tal vez, inesperado para algunos, debido a que se plantea un destino optimista para dos de los personajes, lo que no es consonante con las premisas que dejó entrever. Una concesión que es, imaginamos, producto de una imposición del estudio a cargo de la cinta. No obstante, Nick Ray se las ingenió para introducir, en los segundos finales, una coda fatalista que trasciende a los protagonistas: la imagen de un nuevo jinete que doma un caballo con maestría, mientras recibe los aplausos del público y los halagos del narrador del espectáculo. Escena que nos sugiere que un infierno terminó para los personajes principales, pero no para otros ilusos en busca de fama y fortuna.