11 de octubre de 2011

La noche del demonio (Insidious, 2010) de James Wan

La noche del demonio es una de las mejores y más audaces películas del año. Y no lo es porque se trate de una cinta que revolucione el género de terror, ni mucho menos. Si no porque en tiempos en los que, por lo general, se apela al efectismo de la tortura y la mutilación absurda o, en el peor de los casos, se coloca el rótulo de horror a cualquier cosa que se ocupe de saciar el morbo de quienes quieren ver despedazados a estrellitas de medio pelo -Destino final 5 es un ejemplo bastante claro-, el filme de James Wan vuelve a los tópicos más clásicos de este cine, aquellos en los que el juego de sombras, puertas chirriantes, y largos pasillos, son elementos esenciales para crear una atmósfera de suspenso permanente.

Es así que nos encontramos con la historia del joven matrimonio Lambert y su reciente mudanza a la casa de sus sueños. A los pocos días de arribar a la nueva residencia, la madre, Renai (Rose Byrne), advierte algunos sucesos extraños que intenta relacionar con el azar. Sin embargo, tras la caída que sufre Dalton (Ty Simpkins), el mayor de sus tres hijos -hecho que sume, al pequeño, en un estado de coma profundo-, los eventos se agudizan en frecuencia y proporción, lo que los obliga a abandonar el lugar. No tardarán en descubrir que el horror no se ha alejado de ellos.

Desde la presentación de los créditos es posible notar que la cinta de James Wan va a tomar el derrotero que señalamos en el primer párrafo. El director hace que formemos parte de un corto recorrido dominado por la oscuridad y en el que irrumpe una criatura siniestra, mezcla de bruja y demonio, antes de la aparición del título -el cual se queda, en pantalla, en medio de la música altisonante de exaltados violines-. Ello es solo un entremés de una dinámica conocida, en la que el mal permanece agazapado, a la espera que se baje la guardia para dar el zarpazo que nos haga contener el aliento y saltar en la butaca.

En esa tendencia que remite a la “vieja escuela”, La noche del demonio ensambla otros elementos de tradiciones identificables. Así, por ejemplo, el sacerdote y la médium nos remiten a la posesión demoníaca (El exorcista) y a la casa habitada por seres espectrales (Poltergeist), respectivamente. Wan se sirve de estos y otros componentes para brindar pistas sobre el misterio que rodea a los protagonistas. Un misterio que -sin dejar el aura de lo extraordinario, de lo paranormal- está ligado a una herencia que se asoma en su malditismo, y que entraña una cruenta revancha del pasado.

Sin embargo, el filme no se vale de meros artificios reconocibles para el espectador, sino que plantea hondura en algunos aspectos del grupo protagónico. James Wan nos introduce en el interactuar cotidiano de esta familia que se brinda muestras de cariño y dedicación. Es esa aparente armonía la que comienza a agrietarse, no solo por las presencias atemorizantes, sino también por la supuesta enfermedad del niño. La carga que significa una responsabilidad más grande, aleja a Josh (Patrick Wilson) -el amoroso padre de las primeras secuencias-, quien, dada la coyuntura, prefiere dejar pasar las horas en su trabajo, antes que volver a una casa donde lo espera una mujer preocupada y un pequeño ausente. El director desliza, con ello, la verdadera fragilidad del “hogar perfecto” -ese que, a estas alturas, resulta extraño en una sociedad que parece haber desterrado ese ideal en pos de la disfuncionalidad como modelo-.

De otro lado, no podemos dejar de mencionar la estética de cartón piedra, el maquillaje grueso -alejado de cualquier perfeccionismo digital-, la banda sonora y los toques de humor que, en conjunto, coadyuvan a que La noche del demonio se convierta en una experiencia bizarra e imperdible. Al respecto, se ha escrito mucho sobre una secuencia clave de la película, en la que el personaje de Patrick Wilson sigue una ruta que se asemeja a un descenso al infierno. Ese viaje contiene un momento que queda, para quien escribe, como una de las imágenes del año: en un pequeño rincón poblado de juguetes, un ser terrorífico se afila las uñas al ritmo de "Tiptoe through the tulips", en la voz del no menos inquietante Tiny Tim. Es un instante en el que el sonido del ukulele agrega un matiz juguetón, pero que no deja de ser siniestro.