16 de septiembre de 2013

Pastillas para no soñar: Batalla en el cielo (2005) y Post Tenebras Lux (2012) de Carlos Reygadas


Batalla en el cielo


De manera opuesta a Luz silenciosa (2007), Batalla en el cielo es el título que logró menos consenso entre los especialistas. Su carácter confrontacional, desde el inicio –secuencia en la que se observa la práctica, en primer plano, de una felación–, fue confundido con efectismo pueril y, por ello, se la rechazó de inmediato. Se perdió de vista el conjunto y lo congruente que resultaba esa imagen con un retrato del México citadino, cosmopolita, aunque cada vez más anegado en el vacío y la desconexión –aspectos, estos últimos, insoslayables, si se quiere descifrar buena parte del cine de Reygadas. Tanto no se pueden obviar, que ellos constituyen el punto de partida para que se desaten las pulsiones y, así, explote, con fiereza, lo recóndito, lo que se suele maquillar. Para el director mexicano, el costado más crudo del ser humano es lo que permanece inmutable y como tal, solo a través de él se puede establecer un reencuentro, una reconciliación con el otro (que es, a la vez, todos los hombres) en un nivel igualitario. Y el vehículo para alcanzar ese estado de “paz” es el cuerpo resuelto al placer, pero que también se entrega al dolor y/o busca infligirlo. En ese sentido, en la historia de Marcos y Ana –un chofer de familia rica, y una joven adinerada que se prostituye a cualquier precio–, no es gratuito que el sexo y la sangre vayan de la mano. Por el contrario, en Batalla en el cielo, Reygadas no hace más que trazar un camino en el que crimen, goce y muerte se equiparan a la purificación más profunda.

Post Tenebras Lux 


La aparición de un demonio; el derroche orgiástico de los cuerpos; y violentas mutilaciones, son parte del entramado que ofrece la última cinta de Carlos Reygadas. Cóctel que resultó intragable para algunos que, incluso, invocaron la figura de Luis Buñuel para increpar al director por acometer un “insustancial juego de luces”. No obstante, si no se ve nada más que eso en el filme, es porque, simplemente, no se quiere. Centrarse en el artificio, sin reflexión, fue la respuesta a la aspereza de Reygadas.

En Post Tenebras Lux, un matrimonio deja la ciudad, para internarse en una acomodada hacienda provinciana. La premisa sirve al cineasta para escarbar, una vez más, en la crueldad asimilada como lo cotidiano, como un estado ante el que no cabe la sorpresa, solo la adhesión. Un mundo en el que los rezagos de arrepentimiento o justicia se pueden manifestar en estallidos que reclaman sangre. La escena en la que ocurre una decapitación –en medio de una tormenta de tintes apocalípticos– ejemplifica bien dicho aspecto.

A tales características, coherentes en el universo Reygadas, se suma una valentía que logra destacar esta película del resto de su filmografía. Y es que la libertad –en un sentido más asociado a la desfachatez– se respira en Post Tenebras Lux desde su construcción a nivel narrativo y visual: la linealidad se torna borrosa, con esos insertos oníricos y otras imágenes que remiten a la vacuidad; mientras la cámara transita, de la acostumbrada quietud reveladora de su cine, a la alienación propia de un registro desbocado que sintoniza con el sentir de sus personajes. Un frenesí lisérgico cuya importancia no podemos dejar de reconocer y aplaudir.

4 de septiembre de 2013

Caterpillar (2010) de Kôji Wakamatsu

Se ha dicho que esta película es un manifiesto antibelicista. Y lo es, pero solo en cierta medida. Kôji Wakamatsu no se limita a mostrar el rostro de la guerra desde el punto de vista de las víctimas civiles sojuzgadas por un ejército avasallador, o a poner énfasis en el infortunio de los combatientes. Lo que busca el realizador japonés es más osado – y, por lo tanto, incómodo: no dejar a ninguno a salvo de la villanía, lograr que esta condición se confunda, se filtre entre el arrepentimiento, la compasión, el afecto. El resultado de esa mixtura contradictoria es poderosamente perturbador. Como todo su cine, "Caterpillar" parece nacido de las entrañas.

Fui testigo del desasosiego presente durante una proyección de esta cinta. La idea de enfrentar el horror, desde los primeros minutos –el filme muestra el retorno al hogar de un respetado oficial japonés, tras quedar sin piernas ni brazos durante un bombardeo ocurrido en el desarrollo de la Segunda Guerra con China en 1940-, fue demasiada crudeza para muchos. Esto porque la honestidad de Wakamatsu no se permite apelar a la complacencia (ingrediente indispensable para un drama conmiserativo) y, más bien, apunta a mirar esa “monstruosidad” muy de cerca. Los muñones y cicatrices expuestas, en primer plano, ayudan en esa pretensión. Sin embargo, es el desnudar de las almas lo que hace posible que esa realidad pueda palparse. Cuando los personajes principales (el militar lisiado y su esposa) se quitan las máscaras de heroísmo -desde su posición de remordimiento, él, y de resignación, ella- para dar paso al insano placer de someter al otro, el oscuro laberinto planteado por el director de "Shinjuku mad" (1970) se concreta con brutalidad.

El desconcierto que genera "Caterpillar" se apoya, también, en el clima creado alrededor de la pareja protagónica. Más allá de la fiereza desatada en la pequeña casa familiar, los habitantes del pueblo no cejan en sus discursos “bienintencionados”  acerca de la situación a la que están obligados a vivir. La asfixia del hogar se replica en los campos vastos, en las actividades recreativas (y patrióticas) de la aldea, siempre aferrada a una gloria ausente. La fotografía, de tonos ocres, refuerza esta sofocación y la opacidad del día a día. En ese sentido, el tortuoso final supone el esperado estallido de la procesión interior de los personajes. Un calvario que, a pesar de la aspereza mostrada, aún reservaba un último grito de furia.

1 de septiembre de 2013

Le Havre (2011) de Aki Kaurismäki


Contar con cualquier título de Aki Kaurismäki en nuestra cartelera, significa saber que podemos apreciar una perfecta balada de los marginados, de los desvalidos. Sucede también que, a pesar de tener ésta una tonada reconocible, cada vez la sentimos renovada, fresca. Porque Kaurismäki vuelve a los mismos temas, pero ninguna película suya es igual a otra de su carrera. “Repetición” no es una palabra que sintonice con los maestros. 

Y es que las reflexiones sobre la humanidad, y el camino cada vez más pedregoso que esta toma, no dejan de ser una preocupación para el director finlandés. En un mundo atrapado por la individualidad y el cinismo, Kaurismäki se encarga de rescatar a los sobrevivientes del trajín diario, a esos que no se dejan vencer por las dificultades que acarrea su posición en la sociedad. Esta vez es Marcel Marx (André Wilms) –un lustrabotas de avanzada edad–, aquel que no solo procura llevar unas monedas a casa para seguir en la brega junto a su esposa Arletty (Kati Outinen), sino que, además, pretende ayudar a Idrissa (Blondin Miguel), un niño africano buscado por las autoridades dado su ingreso ilegal a Francia. 

Como en otras cintas de Kaurismäki, Marcel es un adalid de la rebeldía (no solo se trata del guiño con el apellido ilustre), pues sus protagonistas son “creyentes”, en el sentido de persistir, de tener fe –no nos referimos, por supuesto, a lo místico o religioso. A diferencia de los otros personajes, y de los espectadores mismos, héroes como la Ilona de “Nubes pasajeras” (1996) o el Koistinen de “Luces al atardecer” (2006), asumen los apremios como parte de la vida, y continúan. El pesar y/o la decepción pueden embargarlos, pero no hay tiempo para lamentarse. En una secuencia de “Le Havre” bien le dice Marcel al pequeño Idrissa: “¿Has llorado? –No– Mejor, no sirve de nada”. 

En ese sentido, tras esos rostros que aparecen inexpresivos y hasta impenetrables, las criaturas de Kaurismäki contienen el desánimo, pero también abrazan el humor. Un humor inconsciente, que no pretende hacer reír a su interlocutor dentro de la escena, pues todo lo que dicen es aseverado con convicción, con la honestidad de sus propósitos. La escena en que Marcel arguye un improbable albinismo, para ingresar a un refugio de inmigrantes africanos, es un buen ejemplo de este punto. Muestras de ingenuidad que divierten por su extrañeza –acostumbrados, como estamos, al descaro cotidiano.

Esas pinceladas de humor no nos distraen, claro está, de la dura crítica al sistema económico y social europeo. Realidad en que los pobres se las ingenian para no ser aplastados, y en que los inmigrantes son vistos como un lastre que hay que combatir. Es, especialmente, en este último aspecto, en el que Kaurismäki levanta la voz por aquellos que no pueden hacerlo, cuando muestra la cacería de la que es víctima Idrissa –una que, además, es atizada por los titulares de los diarios–.


La mecanización de las autoridades, y la falta de turbación de los sectores más solventes –frente al drama vivido por el niño– también son espetados por el director de “La chica de la fábrica de cerillas” (1990). Jean-Pierre Léaud en gabardina, como el personaje que da aviso a la policía para que ésta atrape al chiquillo en una estación, no puede ser casualidad. El solo hecho de que el actor fetiche de François Truffaut, el mítico Antoine Doinel, anciano ya, sea quien denuncie a un pequeño marginal, como él lo fue en “Los 400 golpes” (1959), nos dice mucho de la propia condición de Francia y de otros poderosos países con los que comparte continente. Asimismo, es una muestra de que los tiempos actuales no libran de la deshumanización, ni siquiera a aquellos que fueron símbolo de la inocencia y de las ansias de libertad. 

Aki Kaurismäki vuelve a filmar en la tierra de Robert Bresson –referencia indiscutible en su cine–, luego de casi dos décadas desde “La vida de bohemia” (1992), y traslada su paleta de tonos cálidos a ese puerto en la región de Normandía. Unos colores que se hacen más intensos en interiores, en los que sabemos domina la escasez. De ese modo, la belleza de la fotografía pareciera equiparse a la esencia de sus personajes principales que, dada su entereza, resisten en un entorno de sombras y adversidad. 

Un elemento que se hace presente en “Le Havre”, y, quizás, con más notoriedad que en otras cintas del finlandés, es la “gracia” que toca a los personajes. Y ya no hablamos solo del caso de los protagonistas –cuya transformación, hacia el final, se podría denominar hasta “milagrosa”, sobre todo en el caso de Arletty y del agente policial Monet (Jean-Pierre Darroussin), encargado de encontrar a Idrissa–, sino de los que en un inicio se mostraron indiferentes con la situación de Marcel. El vendedor de verduras, por ejemplo, se torna, luego, en una de las personas clave para el cambio de suerte del niño africano. La ventura que desencadena el accionar desinteresado del lustrabotas –con apellido revolucionario– alcanza, también, a una pareja mayor, que se separó por desavenencias en el hogar. El momento de reencuentro, y el perdón mutuo, es coronado por un brillante haz de luz, a manera de bendición. Es la gracia que se instala, para no abandonarlos jamás. 

Finalmente, la música, tan importante en el cine de Kaurismäki, se hace presente con Carlos Gardel, por supuesto. Pero quien se lleva las palmas es el gigante Little Bob, que, al son de “Libéro”, y en menos de cuatro minutos, nos regala una secuencia memorable que, además, es medular en el posterior saldo de acontecimientos. En “Le Havre”, el arte colabora en la construcción de la tabla de salvación para el más desprotegido de los seres.