8 de noviembre de 2010

Pastillas para no soñar: Kill Bill Vol. 1 y 2

En un principio fue Black Mamba, pero transcurrirían unos minutos para que sea conocida como La Novia. Tras despertar a unos dedos entumecidos y lidiar una sangrienta batalla con 88 locos, la furibunda rubia de ojos azules tacha dos nombres en una lista de cinco sentenciados a muerte. Solo es el inicio de la revancha. Solo hemos visto el volumen 1.

Quentin Tarantino despliega todos los fuegos artificiales en la primera entrega de Kill Bill. En ella encontramos coreográficas peleas de artes marciales, secuencias de anime, liquido rojo en grandes cantidades, trompetas y rocanrol. El cineasta de Tennessee pone en marcha su imaginario alimentado con años de televisión, videoteca y cine club, para narrar la venganza implacable de una mujer herida por un vientre vacío y la bala que puso en su cabeza Bill, el hombre que amaba.


Para la segunda parte, las luces de bengala se han apagado ya. La danza de espadas adquiere un ritmo acompasado en un escenario que ya no es el suburbio ni la ciudad motorizada, sino el desierto pelado y la frontera ardiente. Todo toma el cariz de un western furioso y a la vez melancólico, en el que la heroína vence a la fatalidad a fuerza de rememorar su aprendizaje guerrero. Conoceremos su identidad, y ya como Beatrix Kiddo visitará ese tan temido territorio de los afectos al reencontrarse con Bill, para quien ha guardado un regalo. Especial dádiva que los espectadores también consideramos nuestra: una de las muertes más románticas de los últimos tiempos. Gracias por esa explosión del corazón, Beatrix. Gracias Tarantino.

4 de noviembre de 2010

Toy Story 3 (2010) de Lee Unkrich

Andy tiene diecisiete años y debe partir a la universidad. Por ello, su madre le ha pedido que tome una decisión acerca de sus viejos juguetes: donarlos, guardarlos en el ático, o botarlos a la basura. El destino de Woody, Buzz Lightyear y sus otros amigos de plástico o felpa se limita a caer en manos extrañas, resignarse a la oscuridad del olvido o, lo que es peor, ser desaparecidos por el camión que recoge los trastos.

Toy Story 3, el último estreno de los estudios Pixar, es nostalgia pura. El sentimiento se instala desde que accedemos a la imaginación de Andy, en la niñez, cuando comandaba un fantástico mundo en el que un sheriff -vestido a la usanza del antiguo oeste- bien podía salvar a pequeños extraterrestres desesperados a bordo de un tren a punto de descarrilarse. Una etapa en la que un próximo juego con esos compañeros multicolores era más importante que cualquier otra cosa.

En ese sentido, la cinta de Lee Unkrich trata de la resistencia de sus personajes a la pesadilla del abandono, de la desaparición, de la muerte. Esa lucha se evidencia cuando la mayoría de juguetes opta por el escape hacia un futuro incierto, por rebelarse ante lo aparentemente decidido por su dueño. Es decir, la dignidad de la independencia será su respuesta a la ingratitud de la memoria de Andy.

La búsqueda de esa segunda oportunidad los llevará a Sunnyside, guardería en la que esperan afirmar su utilidad. Aquí, sus expectativas son sobrepasadas de la peor manera. Los niños de muy corta edad son torbellinos que arrasan -literalmente- con los juguetes que encuentran a su paso: los dejan caer, los golpean contra las paredes, los desarman sin piedad. Así, la primera infancia es vista, aunque con toques sarcásticos, en su dimensión menos amable.

Este despertar del romanticismo, en la visión de los niños, no es lo único que les depara la estancia en Sunnyside. La guardería irá revelando su misterio a medida que las sombras vayan cubriendo el lugar. La oscuridad se trasladará a los rostros que en un principio se mostraron solidarios y comprensivos. Personajes como el líder paternal Lotso o el amable -y metrosexual- Ken harán entender las injustas reglas del juego a los recién llegados. Unas reglas que se sostienen en la más fría conveniencia, al modo y usanza de las peores mafias.

Un aspecto interesante en Toy Story 3 -y que es un signo habitual en los filmes de Pixar-, es la profundidad con que se mira a los personajes, incluso a los villanos de la historia, logrando un saludable alejamiento de los arquetipos primarios. Este es el caso de Lotso, el peluche con olor a fresas que incita las prácticas corruptas en la guardería. En el que es uno de los pasajes más conmovedores de la cinta, conocemos el origen de su maldad y desencanto. Un retorno al pasado que es, por si solo, un pequeño y delicado cuento en el que un hecho fortuito transforma el afecto en desilusión y rencor. Entendemos, entonces, que Lotso fue una víctima y que no quiere volver a serlo.

El sinfín de aventuras que pasan los viejos juguetes de Andy por volver a casa es delirante. La estrategia de escape contempla desde la amenaza (Barbie obliga a Ken a revelarle un dato a cambio de no arruinar su brillante ropa de colección); hasta mudar de apariencia (el señor cara de papa convertido en tortilla de maíz). No obstante y, a pesar de las adversidades, la cofradía se mantiene sólida, aun cuando se enfrentan a uno de sus mayores temores.

El final desborda emotividad. Un nudo en la garganta aparece cuando Andy toma una decisión generosa y de agradecimiento con esas figuras pequeñitas de colores brillantes que lo acompañaron en su infancia, que estuvieron siempre para él, incluso cuando prefirió un teléfono móvil e invertir su tiempo en practicar deportes para impresionar a las chicas. De esta manera, somos testigos del mejor homenaje que ese chico puede hacer a esos personajes clave en su vida. Toy Story 3 nos obliga a escarbar en la memoria entre sonrisas y, quizás, alguna que otra lágrima.