El 2009 empezó, sin duda, con una buena noticia para la cinematografía nacional. Por primera vez, una película peruana se hacía acreedora del máximo galardón de uno de los tres festivales de cine más importantes del mundo, el Festival de Cine de Berlín. Los medios de comunicación que, en su mayoría, brindan tan poca atención a eventos culturales de esta magnitud, otorgaron primeras planas y titulares al triunfo de
La película de Claudia Llosa cuenta con cualidades innegables, sobre las que se ha escrito bastante, por lo que no es finalidad de este artículo abundar en ellas. Lo que se quiere es echar un vistazo a lo que sucedió después, qué fue lo que siguió a ese período de ‘romance’ con el cine peruano, a partir de cuatro títulos que comparten más de un denominador.
Personajes endebles y otros demonios
¿Qué tienen en común un hombre provinciano que gana la lotería, un joven conflictivo que desea evadir sus problemas, una familia de clase media que vive el terrorismo de los noventa, y un grupo de personas que sobrellevan el duelo de haber perdido a algún ser querido? Pues que son los protagonistas las películas nacionales que se estrenaron después del suceso de
Uno de los problemas que aquejan abiertamente a estos filmes es su “indefinición”. Existe un empeño vano, entre muchos de los directores nacionales, por conciliar un cine personal o “de autor”, con aquel que se realiza para llenar las salas. Por este motivo, el resultado final no es del gusto del público ni de la crítica y, por defecto, el saldo no es positivo en la taquilla, así como no lo es en los circuitos de festivales internacionales. Para no ocupar demasiado espacio, solo mencionaré como ejemplo a la más emblemática de ellas en este aspecto: Máncora.
La cinta de Ricardo de Montreuil -peruano radicado en el exterior-, tiene, desde el arranque, unos claros aires de trascendencia. Observamos al protagonista que, tras ser golpeado por unos tipos mal encarados, es arrojado al mar en estado inconsciente. Mientras cae hacia la profundidad del agua celeste y brillante, repleta de pequeños peces, escuchamos una voz en off que gravemente y, con pausas moduladas, recita por completo “Los Heraldos Negros”. Inmediatamente después, se nos sitúa en una madrugada de discoteca en la que vemos al protagonista bailando y teniendo sexo apurado con su pareja en uno de los baños, a la vez que somos testigos del mensaje de despedida del padre del joven, momentos antes de su suicidio. La pantalla se funde a negro y “Una larga noche” en voz de Chabuca Granda -nada menos- acompaña los créditos de la película. Qué mejor muestra de ambiciones contradictorias que esas secuencias iniciales. La pelea, la juerga y el sexo, para que el gran público se pueda sentir “enganchado” -así, entre comillas-, y versos de Vallejo, la canción de Chabuca y una fotografía preciosista de la naturaleza para complacer a los que buscan un filme de arte. Toda una mezcla llena de tópicos repetidos y equívocos, que solo chirría.
Se trata, entonces, de que los cineastas fijen sus objetivos desde la concepción de sus cintas. No se trata de hacer una película para complacer a ambos sectores -algo que, incluso, no muchos maestros de la historia del cine han logrado-, sino de ser honestos. Si lo que se busca es ocupar muchas butacas, una cinta dirigida correctamente, con una historia sólida, siempre puede atrapar al gran público, al que tampoco hay que subestimar con los mismos clichés y fórmulas facilistas. Encaminarse por dar una mirada personal el cine de géneros también sería una tarea pendiente, aunque ya algunos directores han comenzado a explorar la veta del terror que, con el tiempo, podría llegar a madurar.
La falta de guiones y personajes que puedan sostenerse con soltura, sin tropiezos, es también otra de las carencias que afectan a estas cintas. Para no volver a Máncora, citaré el caso de las tres restantes. Tanto en El Premio, como en Tarata y Cu4tro, los protagonistas no cuentan con mayores matices y eso hace sus situaciones poco creíbles, por más que en algunos casos se enmarquen en una realidad conocida por todos. En el filme de Alberto Durant, el ganador de lotería es siempre el mismo provinciano ingenuo que se deja llevar por las circunstancias. Este personaje le comunica, a su hijo -con el que mantiene una relación distante desde la muerte de la madre- que ha ganado la lotería con la misma pasividad con que le comenta, luego, que ha sufrido un intento de robo de ese dinero en el que -se supone- ha depositado toda la esperanza de recuperar su afecto. Su posición es tan arquetípica que termina como una tonta víctima de la paradoja, tras pisar la “sucia” ciudad y conocer a algunos de sus más viles habitantes.
En Tarata, Fabrizio Aguilar nos sitúa en la época del azote terrorista, recrudecido en la capital. Aquí, la familia protagónica es un conjunto de personalidades invariables durante todo el metraje. Es más, ni siquiera tienen un mayor punto de inflexión a raíz del atentado que da nombre a la película. La madre es una mujer histérica que solo tiene reproches para sus hijos y su marido, todo el tiempo. Los hermanos viven en sus respectivas burbujas, una de paranoia (el pequeño) y otra de introspección y rebeldía (la adolescente). Pero el que se lleva la peor parte y resulta menos convincente de todos es el padre, quien además de su personalidad pusilánime, tiene la obsesión de descifrar las pintas que los subversivos dejan en la universidad estatal en la que labora, por lo que no tiene mejor idea que apuntarlo todo en una libreta que carga permanentemente, inclusive durante los toques de queda. Es tan fácil deducir qué pasará con este personaje, que parece que hubiera sido concebido teniendo como premisa una injusta detención.
El episodio 2 de Cu4tro, dirigido por Bruno Ascenzo, es el mejor referente del filme para ilustrar, en mayor medida, los problemas de guión -y por ende de diálogos- que existe. La protagonista, jovencita que ha tentado el suicidio dada la ausencia materna, explica al amigo de su padre -que se acaba de separar de su esposa- que el cortarse las venas es doloroso, pero que “cuando la sangrecita se mezcla con el agua, se ve rico”. A esto le sigue un consuelo que acaba en un encuentro sexual en el piso del baño.
¿Qué sucede entonces? Hace algún tiempo, en una entrevista realizada a un joven director peruano, este comentaba que, si bien veía 2 o 3 cintas por semana, le daba pereza acercarse a aquellas que pertenecían a cineastas que debía conocer. En otro momento de la charla, señaló que había comprado toda la filmografía de un realizador asiático, solo para no quedar mal en las usuales conversaciones. A eso, agregó que, para él, hacer cine no involucraba necesariamente ver más películas, sino apenas la experiencia del día a día. Estas afirmaciones hacen pensar que, quizás, lo que hace falta es más calistenia en el oficio, el mismo que no solo se adquiere al coger una cámara, sino también con el apetito cinéfilo. Es difícil imaginar a los grandes directores desentendidos y sin mayor curiosidad por el cine, como tampoco puede uno imaginar a los más importantes novelistas y poetas desinteresados por la literatura y su evolución. Esta figura se repite en todas las artes y, si se desea alcanzar un nivel cinematográfico aceptable, lo mínimo que puede hacer un cineasta es entrenar la mirada.
Otro aspecto que sorprende cuando se observan este tipo de películas, es que ninguna está filmada por un primerizo, lo que podría disculpar las deficiencias. Todos estos realizadores tienen experiencia en la dirección de cortos y largometrajes que, en algunos casos, fueron premiados en años anteriores por el Consejo Nacional de Cinematografía - CONACINE.
Así, a excepción de Máncora, los filmes mencionados han recibido algún tipo de financiación por parte de esta institución dependiente del Ministerio de Educación. Si estas películas no tuvieran los defectos que acabo de señalar, no cabría ningún cuestionamiento a las decisiones que apoyaron estos proyectos. Más bien, se aplaudiría la labor, como en el caso de
Finalmente, sobra aclarar que el presente artículo no busca condenar a las películas solo por ser peruanas. Aquí no tiene nada que ver la nacionalidad, o la existencia de un ánimo en contra de la producción de nuestro país per se. La labor del crítico es apreciar y medir, con la misma vara, cualquier filme, venga de donde venga, sin paternalismos, ni concesiones; en eso consiste su aporte y no debería tomarse como una afrenta o falta de consideración hacia el trabajo de los directores y su equipo. Por el contrario, el apañar, con tibiezas, a una película nacional, sí involucra subestimación y desconfianza en el futuro desempeño del realizador. No se trata de observar al cineasta con un gesto de superioridad disimulado con palmaditas al hombro, sino con una apreciación crítica que, desafortunadamente, no puede ser siempre amable.
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