4 de septiembre de 2013

Caterpillar (2010) de Kôji Wakamatsu

Se ha dicho que esta película es un manifiesto antibelicista. Y lo es, pero solo en cierta medida. Kôji Wakamatsu no se limita a mostrar el rostro de la guerra desde el punto de vista de las víctimas civiles sojuzgadas por un ejército avasallador, o a poner énfasis en el infortunio de los combatientes. Lo que busca el realizador japonés es más osado – y, por lo tanto, incómodo: no dejar a ninguno a salvo de la villanía, lograr que esta condición se confunda, se filtre entre el arrepentimiento, la compasión, el afecto. El resultado de esa mixtura contradictoria es poderosamente perturbador. Como todo su cine, "Caterpillar" parece nacido de las entrañas.

Fui testigo del desasosiego presente durante una proyección de esta cinta. La idea de enfrentar el horror, desde los primeros minutos –el filme muestra el retorno al hogar de un respetado oficial japonés, tras quedar sin piernas ni brazos durante un bombardeo ocurrido en el desarrollo de la Segunda Guerra con China en 1940-, fue demasiada crudeza para muchos. Esto porque la honestidad de Wakamatsu no se permite apelar a la complacencia (ingrediente indispensable para un drama conmiserativo) y, más bien, apunta a mirar esa “monstruosidad” muy de cerca. Los muñones y cicatrices expuestas, en primer plano, ayudan en esa pretensión. Sin embargo, es el desnudar de las almas lo que hace posible que esa realidad pueda palparse. Cuando los personajes principales (el militar lisiado y su esposa) se quitan las máscaras de heroísmo -desde su posición de remordimiento, él, y de resignación, ella- para dar paso al insano placer de someter al otro, el oscuro laberinto planteado por el director de "Shinjuku mad" (1970) se concreta con brutalidad.

El desconcierto que genera "Caterpillar" se apoya, también, en el clima creado alrededor de la pareja protagónica. Más allá de la fiereza desatada en la pequeña casa familiar, los habitantes del pueblo no cejan en sus discursos “bienintencionados”  acerca de la situación a la que están obligados a vivir. La asfixia del hogar se replica en los campos vastos, en las actividades recreativas (y patrióticas) de la aldea, siempre aferrada a una gloria ausente. La fotografía, de tonos ocres, refuerza esta sofocación y la opacidad del día a día. En ese sentido, el tortuoso final supone el esperado estallido de la procesión interior de los personajes. Un calvario que, a pesar de la aspereza mostrada, aún reservaba un último grito de furia.

1 comentario:

Mondragón de Malatesta dijo...

Me gustaría, Miss, me gustaría ver todo lo que Usted ha visto, quizá de esa manera no sea tan ingrato, o mejor, quizá de esa manera yo pueda vivir mejor. Como el gato que le acompaña, veré, ya verá, veré todo lo que Usted ha visto. Con mis felicidades para vosotros, siempre. Mondragón, que siempre la lee.