Batalla en el cielo
De manera opuesta a Luz silenciosa (2007), Batalla en el cielo es el título que logró menos consenso entre los
especialistas. Su carácter confrontacional, desde el inicio –secuencia en la
que se observa la práctica, en primer plano, de una felación–, fue confundido
con efectismo pueril y, por ello, se la rechazó de inmediato. Se perdió de
vista el conjunto y lo congruente que resultaba esa imagen con un retrato del
México citadino, cosmopolita, aunque cada vez más anegado en el vacío y la
desconexión –aspectos, estos últimos, insoslayables, si se quiere descifrar buena
parte del cine de Reygadas. Tanto no se pueden obviar, que ellos constituyen el
punto de partida para que se desaten las pulsiones y, así, explote, con
fiereza, lo recóndito, lo que se suele maquillar. Para el director mexicano, el
costado más crudo del ser humano es lo que permanece inmutable y como tal, solo
a través de él se puede establecer un reencuentro, una reconciliación con el
otro (que es, a la vez, todos los hombres) en un nivel igualitario. Y el
vehículo para alcanzar ese estado de “paz” es el cuerpo resuelto al placer,
pero que también se entrega al dolor y/o busca infligirlo. En ese sentido, en
la historia de Marcos y Ana –un chofer de familia rica, y una joven adinerada
que se prostituye a cualquier precio–, no es gratuito que el sexo y la sangre vayan
de la mano. Por el contrario, en Batalla
en el cielo, Reygadas no hace más que trazar un camino en el que crimen, goce
y muerte se equiparan a la purificación más profunda.
Post Tenebras Lux
La aparición de un demonio; el derroche
orgiástico de los cuerpos; y violentas mutilaciones, son parte del entramado
que ofrece la última cinta de Carlos Reygadas. Cóctel que resultó intragable
para algunos que, incluso, invocaron la figura de Luis Buñuel para increpar al
director por acometer un “insustancial juego de luces”. No obstante, si no se
ve nada más que eso en el filme, es porque, simplemente, no se quiere.
Centrarse en el artificio, sin reflexión, fue la respuesta a la aspereza de
Reygadas.
En Post Tenebras Lux, un matrimonio deja la ciudad, para internarse en
una acomodada hacienda provinciana. La premisa sirve al cineasta para escarbar,
una vez más, en la crueldad asimilada como lo cotidiano, como un estado ante el
que no cabe la sorpresa, solo la adhesión. Un mundo en el que los rezagos de
arrepentimiento o justicia se pueden manifestar en estallidos que reclaman
sangre. La escena en la que ocurre una decapitación –en medio de una tormenta
de tintes apocalípticos– ejemplifica bien dicho aspecto.
A tales características,
coherentes en el universo Reygadas, se suma una valentía que logra destacar
esta película del resto de su filmografía. Y es que la libertad –en un sentido
más asociado a la desfachatez– se respira en Post Tenebras Lux desde su construcción a nivel narrativo y visual:
la linealidad se torna borrosa, con esos insertos oníricos y otras imágenes que
remiten a la vacuidad; mientras la cámara transita, de la acostumbrada quietud
reveladora de su cine, a la alienación propia de un registro desbocado que
sintoniza con el sentir de sus personajes. Un frenesí lisérgico cuya
importancia no podemos dejar de reconocer y aplaudir.
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