Se ha dicho que esta película es
un manifiesto antibelicista. Y lo es, pero solo en cierta medida. Kôji Wakamatsu no se limita a mostrar el rostro de la guerra desde el punto de vista
de las víctimas civiles sojuzgadas por un ejército avasallador, o a poner
énfasis en el infortunio de los combatientes. Lo que busca el realizador
japonés es más osado – y, por lo tanto, incómodo: no dejar a ninguno a salvo de
la villanía, lograr que esta condición se confunda, se filtre entre el
arrepentimiento, la compasión, el afecto. El resultado de esa mixtura contradictoria
es poderosamente perturbador. Como todo su cine, "Caterpillar" parece nacido de las entrañas.
Fui testigo del desasosiego presente
durante una proyección de esta cinta. La idea de enfrentar el horror, desde los
primeros minutos –el filme muestra el retorno al hogar de un respetado oficial
japonés, tras quedar sin piernas ni brazos durante un bombardeo ocurrido en el
desarrollo de la
Segunda Guerra con China en 1940-, fue demasiada crudeza para
muchos. Esto porque la honestidad de Wakamatsu no se permite apelar a la
complacencia (ingrediente indispensable para un drama conmiserativo) y, más
bien, apunta a mirar esa “monstruosidad” muy de cerca. Los muñones y cicatrices
expuestas, en primer plano, ayudan en esa pretensión. Sin embargo, es el desnudar
de las almas lo que hace posible que esa realidad pueda palparse. Cuando los personajes
principales (el militar lisiado y su esposa) se quitan las máscaras de heroísmo
-desde su posición de remordimiento, él, y de resignación, ella- para dar paso
al insano placer de someter al otro, el oscuro laberinto planteado por el
director de "Shinjuku mad" (1970) se concreta
con brutalidad.
El desconcierto que genera "Caterpillar" se apoya, también, en el
clima creado alrededor de la pareja protagónica. Más allá de la fiereza
desatada en la pequeña casa familiar, los habitantes del pueblo no cejan en sus
discursos “bienintencionados” acerca de
la situación a la que están obligados a vivir. La asfixia del hogar se replica
en los campos vastos, en las actividades recreativas (y patrióticas) de la
aldea, siempre aferrada a una gloria ausente. La fotografía, de tonos ocres,
refuerza esta sofocación y la opacidad del día a día. En ese sentido, el
tortuoso final supone el esperado estallido de la procesión interior de los
personajes. Un calvario que, a pesar de la aspereza mostrada, aún reservaba un
último grito de furia.
1 comentario:
Me gustaría, Miss, me gustaría ver todo lo que Usted ha visto, quizá de esa manera no sea tan ingrato, o mejor, quizá de esa manera yo pueda vivir mejor. Como el gato que le acompaña, veré, ya verá, veré todo lo que Usted ha visto. Con mis felicidades para vosotros, siempre. Mondragón, que siempre la lee.
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