1 de septiembre de 2013

Le Havre (2011) de Aki Kaurismäki


Contar con cualquier título de Aki Kaurismäki en nuestra cartelera, significa saber que podemos apreciar una perfecta balada de los marginados, de los desvalidos. Sucede también que, a pesar de tener ésta una tonada reconocible, cada vez la sentimos renovada, fresca. Porque Kaurismäki vuelve a los mismos temas, pero ninguna película suya es igual a otra de su carrera. “Repetición” no es una palabra que sintonice con los maestros. 

Y es que las reflexiones sobre la humanidad, y el camino cada vez más pedregoso que esta toma, no dejan de ser una preocupación para el director finlandés. En un mundo atrapado por la individualidad y el cinismo, Kaurismäki se encarga de rescatar a los sobrevivientes del trajín diario, a esos que no se dejan vencer por las dificultades que acarrea su posición en la sociedad. Esta vez es Marcel Marx (André Wilms) –un lustrabotas de avanzada edad–, aquel que no solo procura llevar unas monedas a casa para seguir en la brega junto a su esposa Arletty (Kati Outinen), sino que, además, pretende ayudar a Idrissa (Blondin Miguel), un niño africano buscado por las autoridades dado su ingreso ilegal a Francia. 

Como en otras cintas de Kaurismäki, Marcel es un adalid de la rebeldía (no solo se trata del guiño con el apellido ilustre), pues sus protagonistas son “creyentes”, en el sentido de persistir, de tener fe –no nos referimos, por supuesto, a lo místico o religioso. A diferencia de los otros personajes, y de los espectadores mismos, héroes como la Ilona de “Nubes pasajeras” (1996) o el Koistinen de “Luces al atardecer” (2006), asumen los apremios como parte de la vida, y continúan. El pesar y/o la decepción pueden embargarlos, pero no hay tiempo para lamentarse. En una secuencia de “Le Havre” bien le dice Marcel al pequeño Idrissa: “¿Has llorado? –No– Mejor, no sirve de nada”. 

En ese sentido, tras esos rostros que aparecen inexpresivos y hasta impenetrables, las criaturas de Kaurismäki contienen el desánimo, pero también abrazan el humor. Un humor inconsciente, que no pretende hacer reír a su interlocutor dentro de la escena, pues todo lo que dicen es aseverado con convicción, con la honestidad de sus propósitos. La escena en que Marcel arguye un improbable albinismo, para ingresar a un refugio de inmigrantes africanos, es un buen ejemplo de este punto. Muestras de ingenuidad que divierten por su extrañeza –acostumbrados, como estamos, al descaro cotidiano.

Esas pinceladas de humor no nos distraen, claro está, de la dura crítica al sistema económico y social europeo. Realidad en que los pobres se las ingenian para no ser aplastados, y en que los inmigrantes son vistos como un lastre que hay que combatir. Es, especialmente, en este último aspecto, en el que Kaurismäki levanta la voz por aquellos que no pueden hacerlo, cuando muestra la cacería de la que es víctima Idrissa –una que, además, es atizada por los titulares de los diarios–.


La mecanización de las autoridades, y la falta de turbación de los sectores más solventes –frente al drama vivido por el niño– también son espetados por el director de “La chica de la fábrica de cerillas” (1990). Jean-Pierre Léaud en gabardina, como el personaje que da aviso a la policía para que ésta atrape al chiquillo en una estación, no puede ser casualidad. El solo hecho de que el actor fetiche de François Truffaut, el mítico Antoine Doinel, anciano ya, sea quien denuncie a un pequeño marginal, como él lo fue en “Los 400 golpes” (1959), nos dice mucho de la propia condición de Francia y de otros poderosos países con los que comparte continente. Asimismo, es una muestra de que los tiempos actuales no libran de la deshumanización, ni siquiera a aquellos que fueron símbolo de la inocencia y de las ansias de libertad. 

Aki Kaurismäki vuelve a filmar en la tierra de Robert Bresson –referencia indiscutible en su cine–, luego de casi dos décadas desde “La vida de bohemia” (1992), y traslada su paleta de tonos cálidos a ese puerto en la región de Normandía. Unos colores que se hacen más intensos en interiores, en los que sabemos domina la escasez. De ese modo, la belleza de la fotografía pareciera equiparse a la esencia de sus personajes principales que, dada su entereza, resisten en un entorno de sombras y adversidad. 

Un elemento que se hace presente en “Le Havre”, y, quizás, con más notoriedad que en otras cintas del finlandés, es la “gracia” que toca a los personajes. Y ya no hablamos solo del caso de los protagonistas –cuya transformación, hacia el final, se podría denominar hasta “milagrosa”, sobre todo en el caso de Arletty y del agente policial Monet (Jean-Pierre Darroussin), encargado de encontrar a Idrissa–, sino de los que en un inicio se mostraron indiferentes con la situación de Marcel. El vendedor de verduras, por ejemplo, se torna, luego, en una de las personas clave para el cambio de suerte del niño africano. La ventura que desencadena el accionar desinteresado del lustrabotas –con apellido revolucionario– alcanza, también, a una pareja mayor, que se separó por desavenencias en el hogar. El momento de reencuentro, y el perdón mutuo, es coronado por un brillante haz de luz, a manera de bendición. Es la gracia que se instala, para no abandonarlos jamás. 

Finalmente, la música, tan importante en el cine de Kaurismäki, se hace presente con Carlos Gardel, por supuesto. Pero quien se lleva las palmas es el gigante Little Bob, que, al son de “Libéro”, y en menos de cuatro minutos, nos regala una secuencia memorable que, además, es medular en el posterior saldo de acontecimientos. En “Le Havre”, el arte colabora en la construcción de la tabla de salvación para el más desprotegido de los seres.

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