Cuando se habla de Paul Newman, se recuerda su profunda mirada azul, su talla de gran estrella con estupendas actuaciones, su férreo compromiso humanitario y cómo no, su matrimonio de más de medio siglo con la talentosa Joanne Woodward. No obstante, no todos están enterados de la existencia de un Newman autor, ese que también quiso contar historias narrándolas de manera tan íntima, que brindan la sensación de estar presenciando una pausada confesión ante cámaras.
El cine de Newman resulta a veces hermético y duro, lo que valió no conectar efectivamente con el público masivo que imaginó que lo que tenía que decir como realizador, sería tan amable como el rostro que reconocían como el más atractivo de Hollywood. Estaban equivocados, pues Newman miraba el mundo con pesadumbre y bastante lucidez, por lo que no se permitía concesiones, ni mucho menos felices finales impostados y fáciles, esos que te dejan con una amplia sonrisa mecánica, pero que se desvanece en instantes, incluso cuando no se ha abandonado la sala, para pasar luego a formar parte de una lista de títulos prescindibles.
Nada de eso tiene Rachel, Rachel (1968), su ópera prima, que desde el primero momento se presenta como una pesadilla disfrazada de cotidianeidad, sobre una vida postergada y solitaria, enfrascada en el trabajo y los deberes domésticos. Rachel Cameron (Joanne Woodward) una soltera y madura maestra de escuela primaria, se desdobla cada vez que puede, entre la realidad opaca y los sueños que le sirven como válvula de escape para lograr lo que quisiera: ser más libre, dejar de lado las opiniones de su agobiante progenitora, rebelarse ante los que no apuestan ni un centavo por ella. Sin embargo, ese disfrute tan anhelado, también le produce un miedo feroz. Las posibilidades se presentan y ella las rechaza de plano, regodeándose en sus conocidas ilusiones mientras prepara sándwiches para las amigas de su madre.
Newman acompaña a su protagonista en la opresión y el despertar, aunque su mirada nunca es compasiva, sino por el contrario, le imprime dignidad con esos primeros planos que nos permiten apreciar una fuerza que muchas veces está a punto de caer, sin concretarse, lo que la enaltece. Esta adaptación de la novela de Margaret Laurence es una de las películas que mejor han tratado la soledad y la redención, convirtiéndose en un manifiesto a favor de la libertad nunca tardía. Además, significó el inicio del tándem Newman - Woodward, que cruzaron la línea personal para trasladar toda su capacidad en cinco de las seis películas que el buen Paul dirigiera.
Hacia 1971, rueda Casta invencible, filme en el que también actúa dando vida al indomable Hank Stamper, miembro de un clan patriarcal al mando de Henry Fonda. Basada en una novela de Ken Kesey, quizás sea la cinta más accesible de su filmografía como realizador. Narra la historia de una familia maderera que se niega a acatar la consigna del sindicato de productores, que consiste en ya no vender a las industrias hasta que atiendan sus pedidos. Sin embargo, los Stamper tiene un código que siguen a rajatabla: la palabra empeñada y la firma de un contrato se respeta. Así, con una ética individualista, siguen talando los árboles sin hacer caso de las murmuraciones y de la evidente antipatía de la que son objeto. Hasta allí, y si solo se hubiera limitado a ello, Newman habría filmado un drama épico bastante sencillo. Pero bien sabemos que el director no se caracterizaba por su conformismo, por lo que su atención se centró en ese modelo de familia americana bien formada, en la que todos comparten un mismo techo en aparente armonía. Newman demuestra que la estabilidad y paz solo son un espejismo, ya que sus miembros guardan rencores y culpas que no son capaces de gritar y/o expiar.
Otro aspecto interesante de Casta invencible, es la mirada oscura que brinda de la naturaleza con bosques de árboles enormes y en los que el hombre bien parece un mosquito fácil de aplastar, sensación que se transmite a los espectadores con el uso de numerosos contrapicados en la labor de tala.
Al año siguiente, Newman elige una obra de teatro ganadora del Pulitzer para que se convierta en su tercera película: El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas. Joanne Woodward protagoniza esta cinta áspera y sin miramientos acerca de la condena del perdedor nato y su imposibilidad de guardar alguna esperanza en el futuro, puesto que ese tiempo que se avecina no va a ser diferente de su presente repleto de miseria espiritual y económica.
Newman que encarnó a varios perdedores a lo largo de su carrera actoral, esta vez le cede la posta a su esposa para que le ponga rostro a una figura materna triste, patética y despojada de fortaleza. Su personaje Beatrice, tiene que lidiar con su tropiezos y en su desesperación arrastra con ella a una hijas a quienes da un trato desigual: mientras a la mayor le prodiga todo el afecto y atención, pues la devuelve al recuerdo de su juventud, como si se viera a si misma, décadas atrás con su despreocupación y cinismo; a la más pequeña la trata despectivamente por no entenderla en su afán por la ciencia y su excesiva timidez.
Ese clima asfixiante y tenso entre estas mujeres, envueltas en una suerte de triángulo afectivo, es registrado por Newman en toda su dimensión bizarra y sucia en que la cámara funciona como agente que escarba y hiere. El rostro de Woodward, con ese gesto de bufón involuntario y confundido en los minutos finales, lo dice todo. Es el rostro de la resignación sin ninguna expectativa.
El único telefilme que Paul Newman dirigió fue La caja oscura (1980), que constituye una brillante reflexión acerca del enfrentamiento con la muerte. Adaptación de una pieza teatral de Michael Cristofer, cuenta la historia de tres enfermos terminales que, sometidos a un experimento que registra la evolución del mal y sus perspectivas mediante entrevistas, viven recluidos en una tranquila villa a la que pueden acceder sus familiares y amigos más cercanos.
La espera ante lo inevitable, los asuntos pendientes postergados e incómodos, las mentiras piadosas y la rebeldía ante la partida de un ser querido, son otros de los puntos tocados en La caja oscura a través de extensos diálogos que, si bien se sostienen con calma en un inicio, amenazan con explotar de manera intempestiva por la cantidad de emociones contenidas, por esa represión consciente y autoinfligida.
Lo que en manos de otro se hubiera convertido en una cinta efectista y melodramática hasta el hartazgo, Newman lo llevó adelante con mucho respeto, confirmando su pulso medido y cauto, lo que demostró su consideración hacia los espectadores y el trabajo de sus actores, entre los que destacan Christopher Plummer y, por supuesto, Joanne Woodward.
No fue hasta 1987 que Newman se animó a realizar un filme más. Y lo hizo de la mano de una obra de teatro de Tennessee Williams. El zoo de cristal, ya conocía una versión anterior (y más libre) dirigida por Irving Rapper en 1950. Con escasos personajes, la película es un triste viaje por los recuerdos de un hombre (John Malkovich) acerca de lso últimos días que pasó junto a su sobreprotectora madre (Joanne Woodward) e introvertida hermana (Karen Allen).
Newman pone pantalla un gran retrato psicológico sobre la convivencia familiar, la nostalgia y los sueños truncos de tres personajes sentenciados a la nada, cada uno con personalidades tan disímiles y frágiles como pequeños pedazos de cristal. Por su atmósfera oscura, la contundencia de sus diálogos y el buen desempeño de su actores es imposible no terminar con un nudo en la gargante en diferentes pasajes de esta cinta, que deja una sensación amarga e irresistible, que seduce y reta a una siguiente proyección. Este último trabajo del director estuvo nominado a la Palma de Oro en el Festival de Cannes.
Paul Newman para pesar del cine y de quienes admiramos su labor, no volvió a dirigir. No obstante, no son muchos los que podrían ufanarse como él, de haber llevado a cabo una filmografía valiente y personal, que no quiere quedar bien con nadie. Vale la pena volver a Newman y ese costado suyo también bello, aunque doloroso.
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