7 de enero de 2011

El infierno del odio (1963) de Akira Kurosawa

Ante la pregunta sobre el origen de la codicia, uno de los personajes de El silencio de los inocentes (1991) de Jonathan Demme, responde: “empiezas a codiciar lo que ves todos los días”. Casi tres décadas antes, Akira Kurosawa respondió de manera similar esa misma interrogante, con un filme cuya trama exudaba no solo ese sentir malsano, sino también el odio más visceral e intenso que hayamos visto nunca. El cineasta japonés puso en el écran la historia de Gondo (Toshiro Mifune), socio de una fábrica de zapatos con hambre de crecimiento, para dar cuenta de la oscuridad que puebla el alma humana.

Desde los primeros minutos, es fácil inferir que El infierno del odio tiene mucho de sórdida y poco complaciente. Kurosawa nos invita a escarbar en la moral del protagonista, cuando lo coloca en el dilema de optar por mantener a salvo gran parte de su patrimonio -dinero que le permitiría hacerse con la porción mayoritaria del negocio-, o entregar esa fortuna a cambio de la vida del pequeño hijo de su chofer. Solidaridad, egoísmo, humanidad y avaricia son palabras que Gondo deberá tener en cuenta.

El director de Rashomon dota de motivos razonables a su personaje, consiguiendo que el espectador se identifique con él, y, por ende, se cuestione a sí mismo a medida que avanza el filme. Las secuencias en que se discute sobre “lo correcto” del posible actuar del protagonista, son intensas por el dramatismo in crescendo, pero sin recurrir al trazo grueso. La solución a la disyuntiva pondrá fin a esta primera parte de la cinta, en la que cada elemento ha sido pensado cuidadosamente: la ubicación de la casa en que suceden los hechos –en lo alto de una colina, mirando con indiferencia a los barrios populosos– y el desarrollo de las acciones, circunscritas a un par de ambientes que crean claustrofobia y asfixia.

Lo que sigue es el desentrañamiento de la intriga policial. Las pesquisas y persecuciones son filmadas en los bajos fondos, reparando en una delirante fauna en la que los junkies y el rocanrol ponen, por su lado, la nota fantasmal y el suspenso. Asimismo, los giros narrativos no remiten a historia conocida, sino que se decantan en un final impredecible. Es entonces que la codicia y el odio, de los que hablamos en un principio, cubren la pantalla, para lanzar un grito desesperado que Kurosawa no desea acallar y sí mostrar en toda su aterradora dimensión.

1 comentario:

David Cotos dijo...

Conforme pasan los minutos, Kurosawa te atrapa, ya no puedes escapar de tu asiento.