
Si se tuviera que elegir a los personajes más emotivos y cercanos del universo del hermano mayor de la nouvelle vague, sin duda Delphine estaría entre ellos, y ocuparía un lugar privilegiado. Su soledad, su búsqueda incesante de ese 'algo' que le permita asirse al mundo; el querer hallar una cuota de profundidad en lo cotidiano, logra conmovernos por lo incierto de su empresa. La protagonista nos conmueve también porque, en esa fragilidad que es todo su ser, está un poquito de nuestra esperanza: la de acabar con tantos paramétros, con roles absurdos, con expectativas que cumplir para ser aceptados.
Rohmer consigue ese efecto en el espectador, registrando a Delphine del modo más sincero posible, sin adornos ni frases impostadas. El director no es compasivo ni indulgente con ella; pero si la acompaña, como un amigo, en el aburrimiento, en el ánimo quebradizo, en los silencios incómodos. Está ahí para sostenerla cuando los demás murmuran y le gastan bromas para señalarla como al bicho raro, como la chica melancólica que desentona con sus risas y modo fácil de ver la vida.

Es esa terquedad, propia de los personajes de Rohmer, la que va a definir el desenlace de esos días marcados por el aislamiento y la incomprensión. A Delphine le bastará una estación de tren, echar mano de la intuición, y la visita a una playa no recorrida, para poder hallar por fin esa luz que, a pesar de su fugacidad, será su ancla a la vida y un signo de reconciliación con ella misma.