La desoladora aparición de Holly Golightly (Audrey Hepburn) empalma con el arribo de Paul Varjak (George Peppard) al edificio en que ella vive. Él, un escritor venido a menos, se fascina inmediatamente con esa chica que parece vivir siempre apurada por cambiarse de atuendo para salir a la próxima fiesta.
Edwards relata así el encuentro de dos personas que han decidido armarse de una gran coraza para lograr sobrevivir en esa jungla de asfalto llamada Nueva York. Y es que ambos, a su manera, prefieren no meditar acerca de su día a día, aceptando una realidad dura pero que, para ponerse a salvo, disfrazan de normalidad: Holly recibe unos dólares de hombres capaces de comprar su “compañía”. Paul, por su lado, acepta los billetes que deja sobre el velador, la adinerada mujer mayor que llega todas las tardes a su departamento.
La perturbación que produce la cinta, proviene precisamente, de ese punto. En cómo estos jóvenes ponen su piel en venta y que esa transacción sea parte de la cotidianeidad de los nuevos tiempos. Tiempos de fiestas alocadas en las que el anfitrión repleta su casa de desconocidos dispuestos a divertirse sin involucrarse de manera profunda. La secuencia que mejor representa ese aspecto, es la de la gran reunión organizada por Holly, en la que el desenfreno y la alegría rebosante solo son parte de una máscara que esconde la imposibilidad de comunicarse y estrechar lazos verdaderos.
Es por eso que la coincidencia amorosa, de este dúo de perdedores, resulta casi milagrosa, en plena sociedad salvaje. En ese sentido, el realizador de Días de vino y rosas decide apartar este enamoramiento del sopor enmascarado, para filmarlo de forma distendida, sumando correrías por tiendas y bibliotecas, tragos preparados con el último resto de licor en las botellas, y prendas glamorosas que nunca parecieron tan fáciles de poner (y quitar). Una muestra de que, a pesar de su acritud, Blake Edwards seguía siendo un romántico, y no había perdido, del todo, la fe en las personas.
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