8 de noviembre de 2012

White dog (1982) de Samuel Fuller



Probablemente se trate de una de sus películas más desgarradas y sentidas. Aún así, "White dog" no deja de ser rabiosa y desbordada en esa alienación siempre presente en el cine de Samuel Fuller. Condición que, esta vez, se deposita en el cuerpo de un pastor alemán blanco, cuyos impulsos lo obligan a atacar a toda persona de piel negra que aparezca en su camino. Un argumento que inquieta por su terrible premisa.

De alguna manera, los protagonistas del universo del director estadounidense son los mismos que se replican una y otra vez. Ya sea un hábil ladronzuelo en "Pickup on South Street"; una mujer que abastece de licor -y de algo más- a oficiales de la armada en plena Guerra de Vietnam en "China Gate"; o un detective de raíces japonesas en "Crimson Kimono"; lo que ansían -cansados de bregar en una realidad adversa- es una oportunidad para encontrar sosiego. Por supuesto, no siempre pueden ser conscientes de ello, razón por la que ese descubrimiento propicia una cruel batalla interior.

En el caso del bestial personaje principal de "White dog", esa aciaga cotidianidad a la que se hizo alusión deriva de unas pulsiones que, aunque propias, no tienen origen en su naturaleza, sino en una conducta aprendida. Una violencia que el protagonista descarga con la misma ferocidad con que se la inculcaron; pero con una diferencia fundamental: su agresividad extrema solo escuda su profundo terror, por saberse el más frágil, el ser más vulnerable de todos.

Extirpar ese “racismo”, revertir ese estado de demencia que se traduciría en una existencia tranquila y alejada de la marginalidad en la que se halla –debido a su peligrosidad–, no se vislumbra como una tarea sencilla. Y es que, ¿podría esta criatura confiar nuevamente en la bondad de los hombres? ¿O al menos en la de un solo hombre? Fuller nos coloca de cara a ese intento de transformación, cuyo proceso no parece ser aceptado por su protagonista. La secuencia en la que escapa del centro de reeducación –huída que, incluso, le ocasiona dolorosas heridas, producto del esfuerzo físico– confirma su espíritu outsider, inherente al perdedor que le pone trabas a su propia paz por estar acostumbrado al infierno, el único estado que conoce bien.

Alucinada, violenta, esta es una de las cintas que ejemplifica, a cabalidad, la definición que Sam Fuller hiciera del cine en "Pierrot, le fou". Durante 90 minutos nos emociona, nos golpea, nos deja exhaustos, nos imprime marcas indelebles. Para cualquier cinéfilo, hay un antes y un después de las furiosas dentelladas de "White dog".