Llosa vuelve a narrar un viaje hacia la libertad, como lo hizo en su primer filme Madeinusa, no obstante con una protagonista cuyo dolor se transfigura en silencio y que pocas veces deja escapar mediante el canto. Brotan así de los labios de Fausta (Magaly Solier), historias de sirenas y acuerdos que luego se transformarán en perlas con las que podrá enterrar a su madre muerta. Del mismo modo, emergen de su intimidad los tallos de una papa a la que quiso convertir en su escudo frente a la violencia y el terror, pero que en su vital florecer se revela como contradicción ante ese encierro al que se ha obligado.
Es en este contexto hostil que la protagonista se sentirá más a salvo entre los muertos que en compañía de los vivos. Solo así entendemos su sensación de bienestar y protección cuando, abatida, se refugia en una oscura habitación para abrazar el cuerpo embalsamado de su madre. La mantiene allí por falta de dinero, pero también porque es su única compañía en el silencio y el dolor, cuando todo afuera es color y bullicio. Niños, novias y un ambiente de constante fiesta la quiebran por no sentirse parte de él. Asimismo, lo mortuorio no solo se reserva para la actitud de Fausta y el rincón sepulcral de su hogar, sino que también se hace presente en la casona de la pianista. Un lugar que por su atmósfera lóbrega se asemeja a un mausoleo que alberga a una mujer inerte en su capacidad creadora y que además es víctima de sus propios temores.
La Teta Asustada también gana en la muestra de la natural convivencia de vida y muerte, en una suerte de moneda de dos caras. Un cadáver puede yacer en una cama a la que cubre luego un vestido de novia; así como una probable tumba puede convertirse en una rudimentaria piscina en la que se refrescarán unos pequeños de apariencia chispeante. Así, la película de Claudia Llosa está plagada de símbolos que van desde el nombre de la protagonista y esa especie de pacto que hace con su empleadora, hasta la presencia del mar como sanador y última parada del canto de Fausta.
Otro aspecto que cabe resaltar, es el tratamiento que la directora hace del barrio en el que vive el personaje de Magaly Solier. Nos muestra a un sector sumido en la pobreza, pero sin regodearse en la miseria con imágenes edulcoradas o preciosistas, puesto que la cinta entrega el retrato de un pueblo que cree en el trabajo duro y en la comunidad para mirar la vida con optimismo.
Definitivamente, este filme peruano no se presenta como fácil para las grandes audiencias. Sin embargo, tampoco es inaccesible o “aburrido” como llamarían algunos. Eso sí, requiere del espectador un ánimo de involucrarse con el universo y espíritu de su protagonista, para acompañarla en ese tránsito a la confianza y la libertad.