Probablemente se trate de una de sus
películas más desgarradas y sentidas. Aún así, "White dog" no deja de ser rabiosa y desbordada en esa alienación
siempre presente en el cine de Samuel Fuller. Condición que, esta vez, se
deposita en el cuerpo de un pastor alemán blanco, cuyos impulsos lo obligan a
atacar a toda persona de piel negra que aparezca en su camino. Un argumento que
inquieta por su terrible premisa.
De alguna manera, los
protagonistas del universo del director estadounidense son los mismos que se
replican una y otra vez. Ya sea un hábil ladronzuelo en "Pickup on South Street"; una mujer que abastece de licor -y de algo
más- a oficiales de la armada en plena Guerra de Vietnam en "China Gate"; o un detective de raíces
japonesas en "Crimson Kimono"; lo que
ansían -cansados de bregar en una realidad adversa- es una oportunidad para
encontrar sosiego. Por supuesto, no siempre pueden ser conscientes de ello,
razón por la que ese descubrimiento propicia una cruel batalla interior.
En el caso del bestial personaje
principal de "White dog", esa aciaga
cotidianidad a la que se hizo alusión deriva de unas pulsiones que, aunque
propias, no tienen origen en su naturaleza, sino en una conducta aprendida. Una
violencia que el protagonista descarga con la misma ferocidad con que se la
inculcaron; pero con una diferencia fundamental: su agresividad extrema solo
escuda su profundo terror, por saberse el más frágil, el ser más vulnerable de
todos.
Extirpar ese “racismo”, revertir
ese estado de demencia que se traduciría en una existencia tranquila y alejada
de la marginalidad en la que se halla –debido a su peligrosidad–, no se
vislumbra como una tarea sencilla. Y es que, ¿podría esta criatura confiar
nuevamente en la bondad de los hombres? ¿O al menos en la de un solo hombre? Fuller
nos coloca de cara a ese intento de transformación, cuyo proceso no parece ser
aceptado por su protagonista. La secuencia en la que escapa del centro de
reeducación –huída que, incluso, le ocasiona dolorosas heridas, producto del
esfuerzo físico– confirma su espíritu outsider,
inherente al perdedor que le pone trabas a su propia paz por estar acostumbrado
al infierno, el único estado que conoce bien.
Alucinada, violenta, esta es una
de las cintas que ejemplifica, a cabalidad, la definición que Sam Fuller
hiciera del cine en "Pierrot, le fou".
Durante 90 minutos nos emociona, nos golpea, nos deja exhaustos, nos imprime
marcas indelebles. Para cualquier cinéfilo, hay un antes y un después de las
furiosas dentelladas de "White dog".