8 de enero de 2010

Dinamitar el discreto encanto de la burguesía: Isabelle Huppert y Claude Chabrol

Si se tuviera que definir de forma concisa, y por demás exacta, la relación entre Isabelle Huppert y Claude Chabrol, indefectiblemente se recurriría a la palabra "complicidad". Inclusive considerando aquella acepción que se relaciona a los delitos perpretados por dos o más. Felices delitos, por supuesto. Delitos faltos de sangre, pero repletos de crítica feroz. Y quiénes los acusarían, se preguntarán con toda razón. Pues, la burguesía sería la primera en señalar a este corrosivo par, ya que en casi tres décadas los proyectiles disfrazados de filmes realizados por el tándem, estuvieron dirigidos a ese sector y su muy, muy discreto encanto. Encanto que Chabrol de la mano de Huppert, hizo palpable, vulnerable. La burbuja burguesa representada a unos centímetros del suelo, a punto de evanescer en el inevitable contacto con la realidad, con el mundo.

Isabelle calzó perfectamente como aliada en este propósito y el buen Claude siempre lo supo. El realizador intuyó acertadamente que esa mujer menuda de belleza sutil, era el camaleón capaz de mutar, de infiltrarse y sobre todo de incomodar desde el écran. Por ello, a partir de 1978, Huppert se convirtió en su asesina rencorosa, su soñadora inconforme, su madame adinerada, su justiciera sin recompensas, su estafadora refinada. Personajes como instrumentos para hurgar en la vanidad ridícula de una clase próspera y de supuesta avanzada. Figurines que en conjunto fueron un vehículo para mostrar también, la crueldad de una sociedad que castiga e inclina el pulgar en señal de suerte echada.En la piel de la actriz francesa, todas esas "hijas" de Chabrol lucieron como enigmas de soluciones rebuscadas. Huppert se encargó de que reservaran para sí sus más oscuros pensamientos al igual que aquellos que expusieran su fragilidad sin la menor elegancia y pertinencia. Las dotó de un halo de atractiva ambigüedad, con actitudes siempre al borde de la sospecha como de la inocencia. La tarea de los espectadores se resumía en jugar intuitivamente a adivinar lo que se ocultaba en sus gestos mínimos, en su lenguaje corporal, muchas veces mecánico.

En ese sentido, las criaturas del director salido de las canteras de Cahiers du Cinéma, permitieron que Isabelle mostrara lo mejor de esa interpretación contenida y respiración modulada. Si bien el cine nos regaló a grandes divas glamurosamente intensas y emocionales hasta la médula, Huppert dio cuenta de su naturaleza serena al interiorizar dramas y alegrías que carcomían las entrañas por igual. Con ella, comprendimos los extremos en pantalla: O se es explosiva como Bette Davis, o te habitúas a la implosión, al mejor estilo de Isabelle Huppert.
El aburrimiento y la insatisfacción fueron las banderas de estos personajes chabrolianos. Solo hay que ver cómo pasa sus horas la joven criminal de Violette Nozière (1978), detestando la mediocridad de sus padres, cazando clientes con su talante abúlico y ese abrigo negro que envuelve su mercancía. O la Marie de Un asunto de mujeres (1988), quien se convierte en partera abortista tras sentirse indispensable, casi una salvación para aquellas mujeres que con sus monedas comienzan a darle sentido a su vida postergada. O bien, la emblemática heroína literaria en Madame Bovary (1991) dueña de un sueño de parajes lejanos y amores extraordinarios que solo acentuaba su odio por la simpleza de su viejo esposo y la existencia de una provincia que parecía reducirse cada vez más en su nimiedad.

La perversidad también tuvo lugar entre estos caracteres. Para comprobarlo, están la desequilibrada Jeanne de
La Ceremonia (1995) o la críptica Mika Muller de Gracias por el chocolate (2000). Claro, ambas desde polos totalmente opuestos. La primera, una empleada del servicio postal, que se impone como fatal reivindicadora de su estrato en una encarnizada - si bien quieta hasta los últimos minutos -, lucha con la clase patronal. Mientras la otra aparece como representante de ese sector y - cosa curiosa -, dotada de una maldad que es cuestión de esencia, planteada sin justificación o concesión alguna. Un impulso de hacer daño que se manifiesta de forma irrefrenable en una mujer que calcula paso a paso sus crímenes, del mismo modo que calcula sus ganancias en la fábrica que dirige. Nuevamente, el encanto burgués trasladado a la pantalla.Son siete las películas que Claude Chabrol ha rodado con Isabelle Huppert -siendo la última de ellas Borrachera de Poder (2006)-. Ocasiones en que hicieron evidente su condición de cómplices en el desenmascaramiento ácido y sin paliativos de la sociedad francesa. Encuentros de dos experimentados que hicieron de las suyas con armas sutiles, pero tan efectivas como la mordacidad. Filmes que cuestionan, que retan sin miramientos. En definitiva, un cine que nos atrapa gustosos y al que no nos cansaremos de volver.

5 de enero de 2010

Un vistazo al cine nacional tras "La Teta Asustada"

El siguiente texto es una versión ampliada del artículo Y después de "La teta asustada", ¿qué?, aparecido en el Nº 176 de la Revista Quehacer.

El 2009 empezó, sin duda, con una buena noticia para la cinematografía nacional. Por primera vez, una película peruana se hacía acreedora del máximo galardón de uno de los tres festivales de cine más importantes del mundo, el Festival de Cine de Berlín. Los medios de comunicación que, en su mayoría, brindan tan poca atención a eventos culturales de esta magnitud, otorgaron primeras planas y titulares al triunfo de La Teta Asustada. Durante dos meses, el Oso de Oro fue más popular que el manoseado Oscar.

La película de Claudia Llosa cuenta con cualidades innegables, sobre las que se ha escrito bastante, por lo que no es finalidad de este artículo abundar en ellas. Lo que se quiere es echar un vistazo a lo que sucedió después, qué fue lo que siguió a ese período de ‘romance’ con el cine peruano, a partir de cuatro títulos que comparten más de un denominador.

Personajes endebles y otros demonios

¿Qué tienen en común un hombre provinciano que gana la lotería, un joven conflictivo que desea evadir sus problemas, una familia de clase media que vive el terrorismo de los noventa, y un grupo de personas que sobrellevan el duelo de haber perdido a algún ser querido? Pues que son los protagonistas las películas nacionales que se estrenaron después del suceso de La Teta Asustada. Estas cintas comparten, además, otra característica: una lamentable falta de calidad, a pesar de ciertos esfuerzos técnicos. Veamos por qué.

Uno de los problemas que aquejan abiertamente a estos filmes es su “indefinición”. Existe un empeño vano, entre muchos de los directores nacionales, por conciliar un cine personal o “de autor”, con aquel que se realiza para llenar las salas. Por este motivo, el resultado final no es del gusto del público ni de la crítica y, por defecto, el saldo no es positivo en la taquilla, así como no lo es en los circuitos de festivales internacionales. Para no ocupar demasiado espacio, solo mencionaré como ejemplo a la más emblemática de ellas en este aspecto: Máncora.

La cinta de Ricardo de Montreuil -peruano radicado en el exterior-, tiene, desde el arranque, unos claros aires de trascendencia. Observamos al protagonista que, tras ser golpeado por unos tipos mal encarados, es arrojado al mar en estado inconsciente. Mientras cae hacia la profundidad del agua celeste y brillante, repleta de pequeños peces, escuchamos una voz en off que gravemente y, con pausas moduladas, recita por completo “Los Heraldos Negros”. Inmediatamente después, se nos sitúa en una madrugada de discoteca en la que vemos al protagonista bailando y teniendo sexo apurado con su pareja en uno de los baños, a la vez que somos testigos del mensaje de despedida del padre del joven, momentos antes de su suicidio. La pantalla se funde a negro y “Una larga noche” en voz de Chabuca Granda -nada menos- acompaña los créditos de la película. Qué mejor muestra de ambiciones contradictorias que esas secuencias iniciales. La pelea, la juerga y el sexo, para que el gran público se pueda sentir “enganchado” -así, entre comillas-, y versos de Vallejo, la canción de Chabuca y una fotografía preciosista de la naturaleza para complacer a los que buscan un filme de arte. Toda una mezcla llena de tópicos repetidos y equívocos, que solo chirría.

Se trata, entonces, de que los cineastas fijen sus objetivos desde la concepción de sus cintas. No se trata de hacer una película para complacer a ambos sectores -algo que, incluso, no muchos maestros de la historia del cine han logrado-, sino de ser honestos. Si lo que se busca es ocupar muchas butacas, una cinta dirigida correctamente, con una historia sólida, siempre puede atrapar al gran público, al que tampoco hay que subestimar con los mismos clichés y fórmulas facilistas. Encaminarse por dar una mirada personal el cine de géneros también sería una tarea pendiente, aunque ya algunos directores han comenzado a explorar la veta del terror que, con el tiempo, podría llegar a madurar.

La falta de guiones y personajes que puedan sostenerse con soltura, sin tropiezos, es también otra de las carencias que afectan a estas cintas. Para no volver a Máncora, citaré el caso de las tres restantes. Tanto en El Premio, como en Tarata y Cu4tro, los protagonistas no cuentan con mayores matices y eso hace sus situaciones poco creíbles, por más que en algunos casos se enmarquen en una realidad conocida por todos. En el filme de Alberto Durant, el ganador de lotería es siempre el mismo provinciano ingenuo que se deja llevar por las circunstancias. Este personaje le comunica, a su hijo -con el que mantiene una relación distante desde la muerte de la madre- que ha ganado la lotería con la misma pasividad con que le comenta, luego, que ha sufrido un intento de robo de ese dinero en el que -se supone- ha depositado toda la esperanza de recuperar su afecto. Su posición es tan arquetípica que termina como una tonta víctima de la paradoja, tras pisar la “sucia” ciudad y conocer a algunos de sus más viles habitantes.

En Tarata, Fabrizio Aguilar nos sitúa en la época del azote terrorista, recrudecido en la capital. Aquí, la familia protagónica es un conjunto de personalidades invariables durante todo el metraje. Es más, ni siquiera tienen un mayor punto de inflexión a raíz del atentado que da nombre a la película. La madre es una mujer histérica que solo tiene reproches para sus hijos y su marido, todo el tiempo. Los hermanos viven en sus respectivas burbujas, una de paranoia (el pequeño) y otra de introspección y rebeldía (la adolescente). Pero el que se lleva la peor parte y resulta menos convincente de todos es el padre, quien además de su personalidad pusilánime, tiene la obsesión de descifrar las pintas que los subversivos dejan en la universidad estatal en la que labora, por lo que no tiene mejor idea que apuntarlo todo en una libreta que carga permanentemente, inclusive durante los toques de queda. Es tan fácil deducir qué pasará con este personaje, que parece que hubiera sido concebido teniendo como premisa una injusta detención.

El episodio 2 de Cu4tro, dirigido por Bruno Ascenzo, es el mejor referente del filme para ilustrar, en mayor medida, los problemas de guión -y por ende de diálogos- que existe. La protagonista, jovencita que ha tentado el suicidio dada la ausencia materna, explica al amigo de su padre -que se acaba de separar de su esposa- que el cortarse las venas es doloroso, pero que “cuando la sangrecita se mezcla con el agua, se ve rico”. A esto le sigue un consuelo que acaba en un encuentro sexual en el piso del baño.

¿Qué sucede entonces? Hace algún tiempo, en una entrevista realizada a un joven director peruano, este comentaba que, si bien veía 2 o 3 cintas por semana, le daba pereza acercarse a aquellas que pertenecían a cineastas que debía conocer. En otro momento de la charla, señaló que había comprado toda la filmografía de un realizador asiático, solo para no quedar mal en las usuales conversaciones. A eso, agregó que, para él, hacer cine no involucraba necesariamente ver más películas, sino apenas la experiencia del día a día. Estas afirmaciones hacen pensar que, quizás, lo que hace falta es más calistenia en el oficio, el mismo que no solo se adquiere al coger una cámara, sino también con el apetito cinéfilo. Es difícil imaginar a los grandes directores desentendidos y sin mayor curiosidad por el cine, como tampoco puede uno imaginar a los más importantes novelistas y poetas desinteresados por la literatura y su evolución. Esta figura se repite en todas las artes y, si se desea alcanzar un nivel cinematográfico aceptable, lo mínimo que puede hacer un cineasta es entrenar la mirada.

Otro aspecto que sorprende cuando se observan este tipo de películas, es que ninguna está filmada por un primerizo, lo que podría disculpar las deficiencias. Todos estos realizadores tienen experiencia en la dirección de cortos y largometrajes que, en algunos casos, fueron premiados en años anteriores por el Consejo Nacional de Cinematografía - CONACINE.

Así, a excepción de Máncora, los filmes mencionados han recibido algún tipo de financiación por parte de esta institución dependiente del Ministerio de Educación. Si estas películas no tuvieran los defectos que acabo de señalar, no cabría ningún cuestionamiento a las decisiones que apoyaron estos proyectos. Más bien, se aplaudiría la labor, como en el caso de La Teta Asustada, que fue favorecida en algunos de sus concursos. No obstante, al no ser así, es válido preguntarse acerca de los criterios de selección que rigen en la entrega de ayudas, que, a fin de cuentas, consiste en dinero proveniente de las arcas del Estado.

Finalmente, sobra aclarar que el presente artículo no busca condenar a las películas solo por ser peruanas. Aquí no tiene nada que ver la nacionalidad, o la existencia de un ánimo en contra de la producción de nuestro país per se. La labor del crítico es apreciar y medir, con la misma vara, cualquier filme, venga de donde venga, sin paternalismos, ni concesiones; en eso consiste su aporte y no debería tomarse como una afrenta o falta de consideración hacia el trabajo de los directores y su equipo. Por el contrario, el apañar, con tibiezas, a una película nacional, sí involucra subestimación y desconfianza en el futuro desempeño del realizador. No se trata de observar al cineasta con un gesto de superioridad disimulado con palmaditas al hombro, sino con una apreciación crítica que, desafortunadamente, no puede ser siempre amable.